Sinología: Cambios en China después de 1989

In by Andrea Pira

¿Qué ha sucedido en la sociedad china después de la rebelión estudiantil de 1989? El gobierno intentó esconder sus efectos pero se abrió una brecha que produjo grandes cambios en la sociedad. En la sinología que presentamos hoy Adolfo Gilly analiza la cuestión.
En la rebelión de los estudiantes chinos durante la primavera de 1989 hicieron crisis por lo menos cuatro grandes transformaciones epocales iniciadas, determinadas o provocadas por la revolución y el Estado chinos:

a] Los comienzos del paso de una sociedad agraria tradicional a una sociedad industrial moderna y la transformación —a escala histórica, también apenas en sus inicios— de un creciente sector del campesinado en fuerza de trabajo asalariada en la industria, el comercio, la burocracia estatal y el ejército, con su consiguiente salida de la economía cerrada de autoconsumo y su incorporación a las relaciones mercantiles.

b] La disolución de las comunas rurales a partir de 1978 y el establecimiento del usufructo familiar de las parcelas campesinas, con la consiguiente enorme ampliación del mercado campesino, la diferenciación social interna en las aldeas, el aumento de las relaciones mercantiles en el país y la migración creciente de campesinos en busca de trabajo.

c] La reestructuración del sector industrial y comercial de la economía, cambiando en parte las anteriores condiciones y relaciones laborales en esos sectores y abriendo nuevos espacios de conflicto con los trabajadores que sufren esta reestructuración.

d] El desarrollo de una capa joven de intelectuales surgidos de las universidades y del desarrollo de la educación o que viven en el sistema educativo, nacidos después de la revolución y crecidos con sus propios estudios, experiencias y criterios, sin la antigua subordinación a los jefes históricos de la revolución. Los estudiantes aparecen como la representación colectiva y el sector más dinámico de esta intelectualidad, cuyo peso político es innecesario subrayar en una sociedad todavía preponderantemente agraria.

El dinamismo de estas cuatro transformaciones contrasta con la relativa inmovilidad que imprime al régimen político la existencia de un partido único de Estado y de una ideología oficial obligatoria para todos.

Las tres primeras de esas transformaciones, aun contando con el apoyo o la solicitación de sectores importantes de la sociedad y del Estado, tienden a aumentar la inseguridad individual y familiar sobre el porvenir, en el mismo sentido en que el régimen del trabajo asalariado es el reino de la inseguridad del individuo. Los efectos de esos cambios, al mismo tiempo que concitan el apoyo de determinados sectores, promueven descontento y oposición crecientes en otros, creando las condiciones para diferenciaciones y enfrentamientos inéditos dentro de la sociedad posrevolucionaria. Esta situación nueva encuentra gran dificultad para ser asimilada y procesada dentro de un régimen político de partido único y de ideología única de Estado.

Estas tres transformaciones, además, estimulan el crecimiento de una red enorme y omnipresente de economía informal o subterránea, cuyos miembros están involucrados en un proceso ubicuo de acumulación originaria. Este proceso los enlaza, por un lado, con la corrupción generalizada engendrada por la conducción burocrática en una economía de escasez y, por el otro, con las ideologías pro-capitalistas que encuentran alimento y estímulo en esas condiciones objetivas y reciben el apoyo del mercado mundial.

La cuarta de estas transformaciones, tan dinámica como las anteriores, tiene otras características. Constituye una vía de relativa movilidad social y promueve la seguridad y la independencia de criterio tanto frente a la sociedad tradicional de la aldea agraria como frente a la ideología oficial del Estado. Las dos primeras transformaciones tienden a enviar individuos hacia este sector y a fortalecerlo. Pero la tercera, la reestructuración de la economía, conlleva una política de gastos del Estado menores y más selectivos en la educación y la universidad. Bloquea por consiguiente los recursos para el crecimiento de este sector y las expectativas de los estudiantes e intelectuales.

Genera así la protesta de un sector social moderno, dinámico, independiente y convencido de sus derechos frente al Estado y a su ideología y permite que se convierta, por esas razones y por su carácter eminentemente urbano, en un receptor, un portavoz y un representante de todas las protestas acumuladas en los restantes sectores sociales afectados por las transformaciones y por la crisis que las acompaña.

Al asumir esa función, los estudiantes recuperan un papel que la sociedad agraria puede reconocer en sus tradiciones y experiencias, el de la inteliguentsia tradicional y el de los letrados de aldea. Esto puede contribuir a disminuir la separación que normalmente existe en China entre ellos, que tienen el privilegio de estudiar, y los trabajadores urbanos y campesinos. Por otro lado, al pertenecer una gran parte de los estudiantes a familias de los funcionarios del régimen, se convierten también en los receptores y transmisores de divisiones y crisis en las filas de la burocracia, que no tienen otra manera de expresarse públicamente.

Planteadas estas premisas, resulta indispensable ubicar la histórica crisis de la primavera china de 1989 en el contexto de los cambios mucho más vastos que tienen lugar a través de la crisis en la economía y la política mundiales, y en particular en las sociedades y los Estados posrevolucionarios.

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La crisis implica una reestructuración nacional e internacional de las relaciones entre los diferentes capitales, entre los diferentes sectores y ramas de la economía, entre las naciones y entre las clases. Desde el punto de vista del trabajo, esta reestructuración se presenta como una ofensiva generalizada del capital contra las conquistas y la organización previamente alcanzadas por los trabajadores. Si esto es así, la consecuencia necesaria es una reestructuración igualmente generalizada de los Estados y por lo tanto de la política de cada país.

La revolución microelectrónica, en la información y en las comunicaciones, facilita y acelera en la economía y en la política esta reestructuración del capital, de la economía y de las relaciones políticas consecuentes en cada sociedad nacional. Ningún país escapa a estas denominaciones, en la medida en que ninguno está fuera de la economía mundial como sistema unificado.

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La larga expansión económica de la posguerra, la crisis a partir de la mitad de los años setenta y la revolución microelectrónica han acelerado la internacionalización del capital y de los procesos productivos, la internacionalización de la circulación de las mercancías (incluida la fuerza de trabajo) y la extensión de las relaciones salariales. Es la más poderosa secuencia histórica de disolución y destrucción que las relaciones tradicionales de dependencia personal han sufrido hasta el presente.

Esas relaciones tradicionales, sin embargo, son todavía las predominantes entre la mayoría de los seres humanos, mucho más si se tiene en cuenta su persistencia en las tradiciones, las costumbres y la psicología individual y colectiva, y por lo tanto en las relaciones políticas (que van habitualmente a la zaga de las transformaciones en la economía), a través de las cuales se ejerce, se negocia o se media la dominación económica y social.

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A la extensión y la profundidad de esta secuencia histórica han contribuido en medida muy grande las revoluciones anticapitalistas en los países predominantemente agrarios con sociedades arraigadas en relaciones tradicionales de dependencia personal (Rusia, Yugoslavia, Albania, China, Corea, Vietnam, Cuba). Esas revoluciones han cumplido (en todo o en parte) algunas de las tareas de la revolución burguesa: reforma agraria, independencia nacional, unidad estatal. No han establecido, al nivel de la política, un sistema republicano de derechos y garantías individuales amparado por la existencia de jueces independientes del poder político.

Los Estados surgidos de las revoluciones anticapitalistas han abordado, sobre aquellas bases, las tareas de la industrialización de sus economías, es decir, las tareas de la acumulación. Pero al realizarlas a partir del Estado (de la propiedad estatal de los medios de producción) y no del capital y de la competencia capitalista, es el Estado quien ha debido asumir directamente y sin mediaciones una función que en el capitalismo toca a la burguesía como clase dominante: el disciplinamiento de la fuerza de trabajo para asegurar su productividad bajo las relaciones del salariado.

Bajo la conducción y la política deja burocracia, ese Estado lo ha hecho con métodos no menos brutales que los empleados por el capitalismo, a menos que se quiera suponer que las leyes y códigos penales, las deportaciones masivas, las prisiones, los campos de trabajo y el régimen despótico en las empresas son un puro delirio irracional o un recurso contra oposiciones políticas ya antes silenciadas y aplastadas.

De este modo, es el Estado —y no la burguesía—quien se presenta como la contraparte o el antagonista de los trabajadores asalariados en la disputa por el precio de la fuerza de trabajo (en cualquier forma este precio se exprese). Es "el Estado burgués sin burguesía" de que hablaba Lenin. En esa disputa el Estado ocupa inevitablemente el lugar del capital, sin que por ello se lo pueda asimilar al capital. Por lo tanto, la disputa por el salario entre el Estado y los trabajadores asume ciertas características propias de la lucha entre capital y trabajo (a menos que supongamos, lo cual no es el caso, que en los Estados poscapitalistas la fuerza de trabajo ya no es una mercancía y la relación salarial ha dejado de ser una relación mercantil) y se combina con demandas políticas propias de la relación entre Estado y sociedad. El sindicato polaco Solidaridad es hasta ahora la más completa expresión de esta combinación; que se ha reproducido en las últimas huelgas de los mineros soviéticos.

Esta incorporación continua de trabajadores a las relaciones salariales, arrancándolos a las condiciones de las cerradas economías de auto consumo, ha sido una de las más formidables ampliaciones históricas del mercado y de las relaciones mercantiles en estos países, aun teniendo en cuenta que en la determinación del precio de la fuerza de trabajo el comprador es el Estado y en consecuencia otras consideraciones, en parte diferentes de las del capital, se agregan a la negociación de ese precio y a las formas específicas en que esa negociación tiene lugar.

Ese Estado tiene una ambivalencia intrínseca. Por un lado extrae producto excedente (explota) a sus trabajadores. Por el otro, compite en el mercado mundial, directa o indirectamente, como una "empresa nacional" (un capital) contraponiéndose a los demás capitales, pero asume esa función en representación del conjunto de la sociedad, jurídicamente dueña y usufructuaria de la "empresa nacional".

Si la realidad correspondiera a la ley, los trabajadores-ciudadanos de ese Estado tendrían el interés y los medios para regular su productividad, su producto excedente, su "explotación", y afirmar la posición de su "empresa nacional" en esa competencia. Como en la realidad la dirección de la empresa está en manos de la burocracia estatal, propiedad y usufructo están separados: la propiedad jurídica sigue correspondiendo a la sociedad pero el usufructo efectivo corresponde a la burocracia. Es ésta, como administradora y usufructuaria de la "empresa nacional", la que asume las funciones del capital frente a la fuerza de trabajo en el ámbito nacional y frente al capitalismo en el internacional.

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Los Estados poscapitalistas han arrancado (y siguen haciéndolo) a una enorme y creciente masa humana a las relaciones económicas precapitalistas entretejidas en las relaciones de dependencia personal. Para quienes la sufren (la fuerza de trabajo que es convertida en asalariada) esa transformación se presenta como una violencia y un despojo. Siempre la han tratado de resistir acudiendo a sus antiguos lazos y relaciones de solidaridad tradicionales.

Para vencer esa resistencia, el capitalismo utiliza la coerción y la violencia del Estado y de la economía. El fracaso histórico, hasta hoy, de los Estados poscapitalistas es que no han logrado evitar esa violencia (según lo postulaban los populistas revolucionarios rusos) y no han encontrado la vía para transformar, sin antes aniquilarlas, las antiguas solidaridades tradicionales de los oprimidos del antiguo régimen, punto de apoyo indispensable de todas las revoluciones hasta ahora conocidas, en la moderna solidaridad del trabajo, único fundamento posible del socialismo.

En las revoluciones burguesas y los Estados capitalistas, aquella tarea histórica la realizan la burguesía en el terreno económico y el Estado en lo político, instaurando una juridicidad (constituciones, códigos y leyes) y una institucionalidad que disuelven legalmente aquellas relaciones, aunque ellas puedan persistir largamente en las tradiciones, los usos, las costumbres y las relaciones sociales. Esta juridicidad favorece, ampara y hasta prepara la tarea disolvente del capital sobre las antiguas relaciones.

En las revoluciones anticapitalistas, el Estado posrevolucionario asume esa tarea tanto en el plano económico como en el político. Pero su juridicidad no es la del capital y la propiedad privada sino, al menos formalmente (y en las leyes las formalidades son importantes), la de los trabajadores y la propiedad colectiva social. Cumple entonces en nombre de los "trabajadores" y del "socialismo" esas funciones propias de la burguesía y de su Estado (separar a los productores de sus medios de producción y disolver las solidaridades tradicionales), al mismo tiempo que expropia a la burguesía de su poder y de su propiedad.

Como en estos países la solidaridad de los trabajadores tiene reconocimiento constitucional pero no poder político ni bases histórico-sociales suficientemente extendidas y arraigadas, aquellas tareas (burguesas y antiburguesas) las realiza la burocracia que detenta el poder del Estado sumando en un todo único los métodos dé la acumulación originaria utilizados separadamente por el capital y por su Estado: la violencia económica y la violencia política.

Este tipo de Estado poscapitalista ha implicado un modo de dominación, ejercido políticamente por la burocracia estatal, que ha establecido (o restablecido) una fusión de los ámbitos de la economía y de la política, como en las sociedades tradicionales o de antiguo régimen. No lo ha hecho invocando una politicidad de los ciudadanos libres e iguales ante la ley, que es precisamente la que en la república burguesa separa ambos ámbitos. Lo ha hecho en nombre de la politicidad y de la legalidad de los "trabajadores" y del "socialismo". Pero entonces la burocracia, que oculta su identidad tras la categoría sociológicamente indiferenciada de "trabajadores", carga sobre los trabajadores y el socialismo, ante la sociedad y ante la historia, la responsabilidad por los métodos con los cuales ella ejerce esa dominación. "Socialismo" resulta asimilado a "dictadura del proletariado" y de ésta lo que queda en pie para todos cuantos la sufren, en primer lugar , el proletariado y los campesinos, es el término "dictadura". Es la dictadura económica y política del Estado y de sus administradores y usufructuarios, la burocracia, sobre el conjunto de la sociedad.

Esa falta de separación (o separación incompleta) entre economía y política implica para ese tipo de Estado (para ese modo de dominación) una peculiar condición de fragilidad,pues una crisis social con raíces en la economía desemboca sin mediaciones en una crisis política y cada crisis política importante amenaza a su vez desembocar en una crisis del Estado (una crisis de dominación).

Al quedar la economía y la política integradas o incluidas dentro del Estado, que es el propietario y el patrón universal y se presenta además como el representante general de los trabajadores (en cuanto se declara "Estado socialista" o "Estado obrero"), desaparece el complejo sistema de mediaciones y fusibles que separan e interconectan ambos reinos. Entonces los riesgos de cortocircuitos e incendios se ven multiplicados. El Estado como modo de la dominación y el régimen político como conjunto de relaciones jurídicas y administrativas a través de las cuales esa dominación es ejercida y mediada, se confunden en una sola entidad. Quedan así en situación más directamente vulnerable frente a las crisis de la economía y de la sociedad.

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