“Probablemente sea imposible que un extranjero se implique en la vida social china”, Juán Morillo, escritor peruano

In by Andrea Pira

Juán Morillo llegó a Beijing 35 años atrás. En estos 35 años vio a la capital transformarse en la intricada metropolis moderna que es hoy y vivió el crecimiento del país. Mientras tanto, su escritura narraba las peripecias de Ultocoche, un pueblo imaginario perdido en las sierras peruanas.

Nació en Taurija, un pueblo andino del Perú, cerca del Marañón. En el departamento de Libertad. Su abuelo materno fue un chino -uno de los numerosos chinos que se esparcieron por el país en el siglo pasado- del que sólo quedó un juego de porcelana blanca. Hasta que un día alguien tropezó y ese único souvenir se hizo añicos. Y del chino ni siquiera quedó el nombre.

Taurija marcó para siempre a Juán Morillo que haría de los serranos pícaros pobres y resignados los personajes principales de su obra. Morillo empezó, como se suele, por la poesía y fue uno de los gestores del grupo Trilce, que aglutinó a los intelectuales más importantes de Trujillo

¿Recuerda cuáles fueron sus primeros escritos, cómo comenzó a escribir?

Hay un hecho que fue determinante, tanto para mi vocación literaria como para mi modo de ver el mundo. Ocurrió un día en que mis padres y mis hermanos se habían ido a la chacra a disponer las cosechas. Yo me quedé solo en la casa, que daba a la plaza del pueblo. Estaba acodado en el balcón, cuando vi desembocar en la plaza al gobernador y a un hombre pobre enredados en una pelea desigual: aquel lo estaba llevando al otro a palos a la cárcel, y este, encendido de rebeldía, no sólo se negaba a ir así, apaleado, sino que se le enfrentaba como podía: se le prendía de su saco, de sus pelos, del palo conque lo apaleaba. Me impresionó tanto la escena, que me puse a llorar porque el hombrecito que era llevado de ese modo era nuestro vecino. Para mí, que conocía al hombrecito –era muy pobre y se ganaba la vida cargando leña del monte para quien lo contratara— allí se estaba cometiendo una injusticia, un abuso. El gobernador, además de alto y corpulento, era prepotente y abusivo. Finalmente, el hombrecito fue encerrado en la cárcel. Desde mi balcón, vi cómo volvía a su despacho el gobernador, desgreñado y las solapas del saco desgarradas. Más tarde, fui hasta la cárcel. Su puerta, que daba a la calle, tenía, en la parte superior, unas rejas por donde entraba el aire. Por ahí salía la voz del hombrecito. Yo estoy aquí, encerrado, decía, pero libre de pensar lo que me da la gana, no como tú, que cargas una conciencia negra que no te da sosiego. Cuando volvieron mis padres les conté lo que había visto y fue mi padre quien al día siguiente, temprano, habló con el gobernador. El hombrecito fue puesto en libertad.

En días sucesivos, se le vio feliz contando a quien le quisiera oír, que no sería raro que un día de estos vinieran unos remolinos y se pusieran a dar vueltas en la casa del gobernador hasta derrumbar sus muros y llevarse por el aire los techos. Sí, les decía a la gente, eso puede pasar porque eso es lo que he soñado, y mis sueños se cumplen. Decía también que un día, el mismo viento, perseguiría al gobernador por unos descampados hasta llevarlo, a él y a su mula, a la misma orilla de un precipicio, o que, encontrándolo solo, el dichoso viento lo elevaría por los aires para luego dejarlo caer entre las piedras. Y así, siguió contando sueños aciagos en los que el gobernador era la víctima. La gente no solo oía; también difundía los sueños del hombrecito. Al comienzo, el gobernador se rió pero luego empezó a sentirse incómodo y nervioso. De este episodio que a mí me pareció justiciero, a mí se me fijaron para siempre, en lo más hondo de mi infancia, tres cosas: la injusticia, la rebeldía y el poder de la palabra.

La novela que escribo actualmente podría responder perfectamente a esta pregunta. El texto empieza refiriendo el impacto enorme que significó para un niño leer un poema de un escritor peruano, Abraham Valdelomar. Es un soneto y este es el último verso referido al mar:

y lo que él me dijera, aún en mi alma persiste;
mi padre era callado y mi madre era triste
y la alegría nadie me la supo enseñar.

No solo me quedó la honda impresión del poema sino las ganas de emular al poeta. Por eso, lo primero que se me ocurrió garabatear en mis cuadernos de escolar fueron poemas que nunca se los leí a nadie. Luego, ya en la secundaria, las lecturas y las ganas de contar mis impresiones o lo que recreaba en mi cabeza, me fueron orientando hacia la narrativa.

¿Cuáles fueron los escritores que hoy reconoce como influencias personales?

Hay muchos escritores que me han impresionado enormemente por variadas razones –Tolstoi, Dostoyevsky, Kafka, Chaucer, Hemingway, García Márquez, Borges– pero ha sido Willim Faulkner el que, luego de abrumarme con sus frases proliferantes y sus historias intensas y sus personajes exagerados, me aclaró el camino y se erigió, ante mí, como un maestro insuperable.

¿Por qué se decidió por el género novela? ¿Qué facilidades y dificultades le presenta este género?

No he elegido el género de novela. Han sido la extensión y la complejidad de las historias que quería contar las que me llevaron a la novela. No creo que haya ni facilidades ni dificultades inherentes al género. Cada obra es un desafío, un nuevo camino a recorrer con la desventaja de no saber qué contratiempos se presentarán más adelante. Una buena época -en el Perú y algo también en China-viví la dificultad de empezar una novela y dejarla en el camino. Luego descubrí que lo único que necesitaba era continuidad de tiempo.

Suelen catalogarlo dentro del indigenismo, ¿se siente identificado por esa corriente?

Hay corrientes literarias que tienen un perfil muy claro –romanticismo, modernismo, realismo mágico– y en una de ellas –el neoindigenismo–, me ubica cierta crítica en el Perú. Yo no me siento indigenista a pesar que el tema de mis primeros cuentos y novelas es rural, de los andes. En todo caso, prefiero no ubicarme a mí mismo en ninguna corriente literaria.

¿Cómo se siente haber pasado de un mundo rural, a un mundo urbano, y luego a otro país completamente diferente, cómo ha vivido estos cambios?

Las diferencias entre el medio rural en que viví y la ciudad, Trujillo, a donde fui a estudiar la secundaria y la universidad, son enormes: en mi pueblo no se conocía la luz eléctrica, el radio, ningún tipo de vehículo, motorizado o no, pero la gente, aunque pobre, apreciaba el valor de la educación y hacía cuanto podía por mandar sus hijos a la escuela. En el pueblo había un evidente atraso, más que nada, por ausencia de elementos del progreso, pero esto tenía su compensación en el interés y la curiosidad de la gente por conocer cosas nuevas. Este modo de ser salvaba a la gente de caer en ese otro atraso en el que campeaba el oscurantismo, la superstición y la falta de visión del futuro. De este primer salto, solo recuerdo una honda y persistente nostalgia por la tierra familia, que no duró sino el primer mes. También recuerdo el enorme temor que sentí de enfrentarme a algo supremamente desconocido: el llamado examen de madurez mental, cuya aprobación no solo me serviría para ingresar al colegio nacional sino también para convalidar la beca de estudios que me habían otorgado. Al llegar a la enorme y estridente ciudad, no experimenté el efecto asombro y maravilla, más bien, me fui acercando a todo lo nuevo y lo desconocido con ansia de conocer y de familiarizarme con su proximidad o su uso. Cuando luego de dos meses de permanencia en la ciudad aprobé el examen, ya me había adaptado a la nueva situación y hasta la nostalgia se me había esfumado. A partir de allí, tomé con naturalidad los cambios que se iban operando en mi vida –mis traslados a Lima, a Ayacucho, incluso a Beijing–, solo preocupado por una cosa: que mis sueños tuvieran el tiempo y el espacio adecuados para realizarse. No necesité pasar por un proceso de adaptación para vivir en tal o cual lugar, ni pasé por el síndrome de la nostalgia. Descubrí que era, para el asunto de vivir lejos, un desarraigado que, sin embargo, no se desvinculaba de la realidad de su país, pues la vivía intensamente al indignarse por lo que pasaba allí, o en los momentos de representarla en los textos que escribía.

Usted formó parte del grupo Trilce, que marcó una corriente en Perú, ¿cómo fue la gestación de ese grupo?

Surgió de manera espontánea entre un grupo de amigos que nos juntábamos a beber y a compartir nuestros textos. Luego se agregaron muchos, incluso se agregaron supuestos gestores, pero eso pasa siempre con los grupos literarios. El grupo ya existía cuando algunos dirigentes del APRA propusieron darnos su apoyo, sobre todo a través del reconocido escritor Antenor Orrego. A partir de allí el grupo fue creciendo y se sumaron muchas personas. Se publicó una antología del grupo Trilce en la que hay alguno autores que apenas conozco.

Usted era un periodista con un buen trabajo en Perú, ¿cómo decidió hacer las maletas y venir a China?

Los jóvenes de los años sesenta y setenta conocíamos lo que pasaba en China gracias a la propaganda de sus propias publicaciones y también por las difamaciones de la prensa occidental. Los intelectuales de aquella época teníamos un pensamiento progresista y éramos conscientes de lo que significaba instaurar un estado socialista en un país devastado por las guerras -la invasión japonesa, la guerra civil- y por la estampida de capitales que desmanteló la economía china cuando Mao asumió el poder. La idea de que en estas condiciones se estaba librando una dura batalla para forjar una sociedad libre y justa despertó el interés y la curiosidad de los intelectuales de mi generación. ¿Quién no querría conocer todos estos cambios en el propio terreno? Algunos, vinculados a organizaciones de tipo político, tuvieron la suerte de venir con los gastos pagados. No fue mi caso. Yo tuve la suerte de recibir la invitación de la Embajada de China, en Lima, para trabajar en una universidad de Beijing. No dudé en aceptarla. La decisión fue familiar: yo me vendría primero, con mis dos hijas, y luego de un año lo haría Georgina después de cumplir sus compromisos académicos en Lima.

ento del colegio de las chicas. El contrato era por dos años, tiempo suficiente para queme formara una idea de lo que era el socialismo chino. Además, mis hijas tendrían una experiencia impagable.

No fue el móvil económico lo que me trajo: lo que pagaba China estaba muy por debajo de lo que entonces ganaba en el Perú: era jefe de edición del desaparecido diario La Crónica y dictaba clases en la Universidad de San Marcos. Me trajo el interés por conocer un país socialista y también por ver si en un ambiente interesante y nuevo podía desarrollar mis proyectos literarios, medio encarpetados en el Perú. Al finalizar mi contrato, me plantearon otros dos más. Mi esposa Georgina, mis hijas y yo viajamos de vacaciones al Perú, con ánimo de explorar el ambiente laboral y nos encontramos con un país en bancarrota en el campeaba la delincuencia y las drogas, junto a la violencia política ya a la represión que empezaban a tomar cuerpo en esa época. Yo tenía el pasaje para volver a China y no lo dudamos: tomamos el avión a Beijing, cuya paz y seguridad nos parecieron incomparables. El finalizar el segundo contrato, me ofrecieron el tercero. Georgina y yo acordamos un límite: cuando las chicas terminaran la primaria en la escuela china, volveríamos al Perú. Con el ciclo terminado, sería más fácil entrar en un coclegio de secundaria. Pero las noticias del Perú eran peores. Familiares y amigos nos aconsejaban no volver todavía. Y así, nos fuimos quedando.

¿Cuáles fueron sus primeras impresiones de China?

Mis primeras impresiones de China fueron de cierta decepción. A dos años de la muerte de Mao, yo esperaba encontrar a la gente, si no eufórica en su avance hacia el socialismo, por lo menos movilizada políticamente. En la calle, la gente se movía sin prisa y en los centros de trabajo, los trabajadores cumplían su jornada sin mayor entusiasmo. Incluso, la política del famoso tazón de hierro –bajo salario pero empleo seguro para toda la vida, pues no había despidos–, en vez de promover la emulación socialista había terminado por engendrar en muchos la apatía y la displicencia. Haga lo que haga, parecían pensar estos, nadie me va a despedir. Al hilo de algunos casos que pude constatar, hasta la virtud de la solidaridad parecía estar en crisis. No obstante, por lo general, la gente era buena y comprensiva, siempre dispuesta a ayudar.


Juan Morillo y su esposa Georgina

¿Porqué decidió no aprender el idioma, cómo se vive en China sin poder leer el periódico, usted que fue periodista?

Para trabajar en Beijing no necesité, en ningún momento, saber chino. Enseñaba cursos de Literatura Hispanoamericana y de Español a los alumnos que estudiaban, precisamente, esta lengua. Incluso, en la Facultad de Español de esa época, se estableció la obligación de hablar español fuera de las clases. La medida estaba dirigida no solo a los estudiantes chinos sino también a los profesores chinos y extranjeros. Durante los primeros años, dejando un poco de lado la creación literaria, por interés de conocer la narrativa de la Nueva China, me dediqué a corregir la versión al español de novelas chinas traducidas por traductores chinos. Fue un trabajo bastante arduo –sobre todo la discusión con los traductores– que ocupaba casi todo mi tiempo libre. En esta situación, ¿en qué momento me pondría a aprender el chino en forma sistemática? Lo poco que sé –no me permite leer el periódico pero sí comunicarme con la gente–, lo aprendí en la calle. Mis mejores amigos chinos son colegas o exalumnos de la universidad. Todos hablan español. Georgina y yo discutimos con ellos sobre asuntos de China pero también nos cuentan de lo que pasa en su país, incluso, nos traducen documentos importantes. Tratamos de no vivir al margen y estamos al tanto, aunque en forma superficial, de lo bueno y de lo malo de este país.


Usted ha seguido escribiendo sobre el Perú, en castellano, ¿Cómo ha hecho para mantener este vínculo?

En China, mi lengua de comunicación cotidiana siempre fue el español, tanto por la necesidad de enseñarla en la universidad como por la dinámica del hogar, que se movía en español, a pesar de que mis dos hijas, que ya dominaban el chino, se contaban sus secretos a viva voz en esta lengua. Además, otra actividad intensa y cotidiana –la lectura– no podía darse en otra lengua que no fuera el español. Con un precario dominio del francés, del inglés y del chino, imposible pensar dejar el español para escribir en otra lengua. Pensarlo ya me parece absurdo.

La lengua nativa no solo es un medio de comunicación; es también la materia en que se almacena el mundo que llevamos a cuestas y que nos define: la memoria. ¿Qué cómo sigo escribiendo sobre el Perú estando en China tan lejos en la distancia y en el tiempo? La respuesta está, precisamente, en la fatalidad de la memoria, ese inmenso arsenal del que saco las armas que me hacen falta para entablar mis batallas creativas. Arsenal o mundo: allí están determinando mi vida las impresiones de mi infancia, mi implicancia en los asuntos políticos de mi país, mi obsesión por saber qué pasa en él, sabiendo que las noticias no siempre son buenas.

¿Cómo nació Ultocoche?

Ultocoche existe así, con ese nombre. Se halla en la parte alta de Taurija, mi pueblo, en una hoyada en cuyo centro hay una pequeña laguna, junto a la cual se levantan las chozas de una familia pobre. Lo raro del caso era que –y eso me llamó mucho la atención– algo así como una isla en medio de las propiedades de un terrateniente. Teniendo en cuenta esta situación tan singular, se me ocurrió fabular una historia bastante complicada que, sin caer en el realismo mágico, se metiera en el campo del mito y la leyenda.

Después de 35 años en China, ¿se siente un exiliado, un expatriado, un inmigrante, un ciudadano del mundo?

Tengo la inobjetable convicción de que mi país es el Perú. Hay una razón muy simple: mi vida, la vivida y la soñada, hunden sus raíces en esa compleja realidad, no siempre satisfactoria y muchas veces lamentable por dejar en evidencia lacras perpetuadas por un sistema perverso que indigna y subleva pero que está ahí, cada vez más entronizado, cada vez con más poder. Esta es la condición en la que vivo en China. No me siento un exiliado, un expatriado, un inmigrante ni un ciudadano del mundo sino un simple peruano que ha elegido un lugar donde vivir sin mayores complicaciones y que cree que la nostalgia no es necesariamente el único vínculo sentimental que lo vincula a su país.


¿Qué le sucede cuando se encuentra con colegas de su edad que se quedaron en Perú? ¿Cuál es la distancia entre ustedes?

Todos los amigos de mi generación salieron adelante: publicaron libros importantes, alcanzaron puestos directivos en la universidad y en entidades culturales. Muchos de ellos hicieron obra sin salir del Perú; otros -como yo-la hicimos fuera, en otros países. Los que se quedaron supieron capear el temporal de la crisis sufriendo los embates como marineros de un barco a punto de irse a pique.

¿Se siente implicado en la vida social china?

Probablemente sea imposible que un extranjero se implique en la vida social china. Tanto las leyes como las costumbres tradicionales determinan una serie de mecanismos que permiten, por ejemplo, mecanismos de relación con los chinos –entablar amistad, enamorarse, hacer negocios– pero en una especie de juego al margen, no dentro del entramado social.

Recuerdo muchos casos de extranjeros que han estado implicados, durante años, en asuntos de la política nacional. A ellos, el gobierno les daba un trato especial y hasta les había concedido la nacionalidad china, que les ha permitido desempeñar cargos oficiales de importancia, pero ciertos detalles hacían ver que, en realidad no estaban integrados a la sociedad china y no eran, a fin de cuentas, más que los “buenos amigos extranjeros”. Tal es el caso de Israel Epstein, un periodista norteamericano que estuvo con Mao en Yenan y en todos los grandes sucesos de la Revolución China y que luego pasó a ser Director General del Buró de Ediciones en Lenguas Extranajeras. La señal de que no estaba del todo asimilado a la sociedad china estaba en el hecho de que no vivía como un chino de su categoría sino como un extranjero, en un lugar destinado a los extranjeros que trabajábamos para China: el Hotel de la Amistad de Beijing. Vivíamos en el mismo edificio y con frecuencia compartíamos parrilladas en los jardines del hotel, que no era tal sino una bella unidad residencial. Hablaba chino a la perfección y su segunda mujer era china pero él nunca dejó de ser, para los chinos, el “amigo extranjero”.


¿Qué piensa sobre los cambios que ha vivido el país en estos últimos 30 años, cómo estos cambios le han afectado en su vida personal?

Los datos macroeconómicos señalan que China ya es, prácticamente, la primera economía del mundo, y la realidad pone en evidencia una indudable modernidad no solo en las grandes ciudades sino también en las medianas, incluso, en las que han ido apareciendo, como una anomalía tutelada por la corrupción, en las áreas antes destinadas al cultivo. A esto hay que añadir una moderna infraestructura vial. Los cambios han sido gigantescos y ello ha significado el desmantelamiento de los valores esenciales del socialismo: la economía centralizada, el trabajo comunal y la actitud asistencial del Estado.

La Comuna Popular, el emblema de la economía socialista en el campo, fue demolida por las leyes con que empezaron a echarse a caminar las reformas. Cuando vine, en 1978, era posible ver todavía los rezagos de la etapa anterior: una pobreza estoica y dignamente llevada, que se traducía en viviendas realmente precarias y en un modo de vestir sencillo y modesto. Yo me preguntaba, ¿será capaz, un intelectual peruano, al triunfar la revolución en la que se embarcaba, aceptar vivir con su familia en una sola habitación con una sola ventana, cocinar en el corredor, por turno, en una endeble hornilla, y salir a la calle en busca del baño público porque no había en el vecindario? Así vivían mis colegas chinos de la universidad y no se quejaban ni menos estaban deprimidos. Tal vez les sostenía la esperanza de que se hallaban forjando con ese sacrificio una nueva sociedad.

Las reformas se ponen marcha y pronto empiezan a crecer, junto a los grandes mercados del Estado -surtidos de productos agrícolas nada frescos y atendidos por vendedores displicentes-, unos puestos de frutas y verduras, algo más caro pero con una doble ventaja: todo era más fresco y la atención era amable. Esos puestos fueron las primeras manifestaciones del mercado libre que luego se extendió a otros productos y se multiplicó en todo el país. Las grandes empresas eran del Estado pero su administración empezó a ser privada.

Luego vino la inversión extranjera que no actuó a la libre, sino de acuerdo con las condiciones impuestas por China que exigía la formación de empresas mixtas en las que el estado chino era el dueño del 51 por ciento de las acciones. Las bondades de la reforma se empezaron a ver en la vida diaria. Algunas entidades estatales construyeron edificios de viviendas para sus trabajadores y pronto estos pasaron a vivir en ella. Al mismo tiempo, empezaron a hacerse visibles, en forma de denuncias, formas de explotación en el área de la construcción, a donde iban a dar la gente de provincias inscritas en empresas que ofrecían a otras un servicio de provisión de personal. También surgieron diversas formas de corrupción en las que resultaron implicados dirigentes del gobierno. El régimen tuvo que poner mano dura y no pocos terminaron condenados a muerte. Pero la economía crecía y el poder adquisitivo de la gente común aumentaba gracias a que se hacían reajustes de salarios o los negocios emprendidos florecían.

El turismo y la inversión extranjera, además de la presencia en China de grandes muestras del arte –conciertos, exposiciones–, fueron cambiando el perfil social de las ciudades. Uno de mis amigos más próximos, que al comienzo de los años ochenta me llevó a ver su pobre vivienda, ya en pleno esplendor de la reforma me invitó a la inauguración de su departamento en un edificio moderno. Tenía una sala-comedor de 40 metros cadrados, tres dormitorios, una cocina confortable, dos baños y dos grandes terrazas en forma de balcón. Pero él no era la excepción: todos sus viejos colegas de la universidad tenían algo parecido. Y yo me dije: si la reforma ha servido para hacer que estos profesores den el salto de una pocilga a un departamento moderno, está más que justificada.
Los extranjeros, siempre tuvimos una situación privilegiada en China, empezando por una vivienda con todas sus comodidades y un salario que nos alcanzaba para todo, de modo que los cambios no significaron mayores ventajas para mí y mi familia. Tal vez lo positivo estaba en que empezó a haber en el medio una mayor oferta cultural. Cuando me jubilé, hace once años, el Consejo de Estado les concedió a diez expertos extranjeros que habían trabajado por más de diez consecutivos en China, además de una pensión vitalicia, una suma considerable para comprar una casa en cualquier distrito de Beijing. Eso, más unos aportes personales, me permitió comprar el departamento donde vivo en la actualidad.

¿Se sigue considerando un extranjero?

No soy un extranjero que mira perplejo lo que apenas puede comprender. Al contrario, he tratado de entender, sobre la base de lecturas y observación, cuál es el elemento diferencial de la cultura china y he llegado a la conclusión de que hay en ella un componente esencial: la tradición, formada a lo largo de los siglos por las ideas de los grandes pensadores de la antigüedad, el más influyente de los cuales, según me parece, es Confucio. Ni la revolución de Sun Yatsen, ni el Movimiento cuatro de Mayo, ni la Revolución socialista, han movido un palmo ese fino pero resistente hilo conductor que atraviesa siglos. Cuando ya establecida la República Popular, Mao hizo un viaje de inspección por el sur de China, constató que los dirigentes del partido y del gobierno, encargados de sentar las bases del socialismo en esos lugares remotos, habían reestablecido –sin querer y con la más alta lealtad al partido– formas indudablemente feudales, vale decir, confucianas. Tratando de comprender la cultura china, siempre me he puesto a pensar en esto y he creído ver el peso que tiene la tradición, incluso, en gente culta y esclarecida.

¿A veces sueña con volver a vivir en Perú?

Al Perú siempre vuelvo. Cada año o cada dos, pero hace tiempo que he dejado de pensar de volver al Perú para quedarme a vivir. Sería como empezar todo de nuevo y a estas alturas sería una extravagancia que ni yo ni Georgina nos podemos permitir.


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