Una novela china (quinta entrega)

In by Andrea Pira

Quinto capítulo de nuestra entrega semanal de Una novela china, escrita por el argentino César Aira.

5

Un ruiseñor cayó muerto de la rama en la que se encontraba. No como una piedra que cayera sino como, precisamente, un ruiseñor al morir -y no es que tuvieran ninguna experiencia en ese sentido, salvo la que obtenían en la ocasión-. Que hubieran visto todo el proceso se debió justamente a que alzaron la vista al oír quebrarse el trino familiar, en una suerte de carraspera de ruiseñor que jamás habían oído ni sospechaban siquiera que pudiera darse -en el caso de Lu, y con mucha más razón en el de la niña: aunque ella notó la peculiaridad de ese trino, sin darse cuenta de que lo notaba, lo que quedó patente en la casualidad casi prodigiosa de que lograra enfocar el punto exacto donde el ave se aprestaba a morir-. Lu Hsin, habituado a la mayor exactitud en sus intercambios con todo el mundo, se impacientaba con la parsimonia de la criatura en percibir dónde, exactamente, sucedía esto o aquello, siempre dispersa en esa atención múltiple de los niños que no hace mayor diferencia entre lo real y lo pensado. Por momentos habría temido que algo no funcionara del todo bien en los sistemas sensores de la pequeña, de no haber obtenido informaciones confirmatorias de que era un rasgo común.

Y, en efecto, después de esas tosecitas en ultraagudo el ave se tambaleó (pudieron notar el tambaleo, como la transmisión de un temblor) y cayó muerta al suelo, quizás, al fin de cuentas, sí, como una piedra. ¿Qué otro símil encontrar?

Fueron a verlo; era lo más insignificante del mundo, entre la hierba descolorida. La niña lo habría tocado pero él se lo impidió: valía más no tocar a los pájaros, así fueran las límpidas criaturas de la fábula, por motivos higiénicos. Y éste, después de todo, estaba muerto. Él mismo lo dio vuelta con la punta de un lápiz que llevaba en el bolsillo, con la vana intención de mirarle la cara, pero no había más que un pico y unos párpados como puntos de papel húmedo arrugado.

-Murió de viejo, nada más -dijo, consolatorio-. ¡Viejo, viejísimo! -repitió un par de veces mirando los grandes ojos verdes y casi dorados de la niña, que no entendían nada explícitamente, y que algún día serían tan negros como los suyos.

Esas aves, los ruiseñores de la especie corpulenta, se hacían más y más pequeños a medida que envejecían, hasta llegar a un punto de casi compacidad, cada vez más cerca de un umbral, que al fin trasponían insensiblemente, en el que su organismo carecía de espacio para seguir funcionando. Alguna vez había visto los cuerpecitos casi momificados: cuando se los hallaba en el bosque, era una ocasión de hacerlos públicos, y no pocas casas tenían ese tristísimo adorno. Pero ahora había tenido la oportunidad de ver la breve agonía (nada más que el instante en que se producía) y la muerte, y quizás no hubiera muchos hombres que pudieran decir otro tanto.

Eso fue lo que volvió memorable el paseo de ese día, que por otra parte era el que hacían todos los días desde que la niña había empezado a caminar aceptablemente bien, casi un año atrás; las caminatas se habían ido haciendo más prolongadas según los progresos de Hin en el arte deambulatorio. Lu las llamaba sus "sesiones de conversación", por cuanto efectivamente las empleaba en hablar. Hablaba tanto como callaba Hin, pero eso no podía ser sino lo natural. Le había puesto ese nombre antiguo, que encontraba poético, por haber existido antaño una emperatriz que se llamaba así, una emperatriz cuya doncella favorita tenía el mismo nombre, coincidencia lo bastante reñida con el protocolo como para que algún cronista lejanísimo se hubiera tomado el trabajo de mencionarla secamente; en el registro de la provincia la había asentado, caprichosamente, como Ma Dheng Hin-Zhuang, inventando una familia de la que él habría sido, menos provisoria que imaginativamente, el vicario territorial. Todavía no sabía hablar, o sabía pero lo ocultaba: eso tampoco tendría nada de raro, y por cierto que no sería una coincidencia digna de anotar en los anales.

Se quedaron un momento mirando el pájaro muerto, y Lu Hsin habló, como tenía por costumbre. En sus discursos en esas ocasiones (en toda ocasión, para decir la verdad, siempre que su adoptada estuviera presente) se tomaba el trabajo de introducir todas las palabras relacionadas con el asunto particular que tenían ante la vista, en frases breves, que por lo general repetía. Ahora levantó un fragmentado túmulo ornitológico de palabras, ante la atención reverente de la niña; no se le escapaba que si esa atención era tan reverente, no podía deberse sino a lo enigmático que encontraba el sentido.

Al cabo de unos minutos siguieron adelante, y Lu se hundió en un silencio pensativo. Se decía que con toda probabilidad nunca volvería a ver morir de viejo a un ruiseñor. Que lo hubiera visto una vez ya era bastante inconcebible. ¿Pero cuántos fenómenos eran así de únicos y fantásticos en el orden natural, y se sucedían ante sus ojos, sólo que con más discreción? En ese sentido, este espectáculo fallaba por su obviedad. Aprovechando la ensoñación de su guía, Hin recorría como en un sueño el camino escarchado; necesitaba para ello cierto aflojamiento de la atención. Y era una pena que a ella no se le prestara, así fuera por un instante, una atención apasionada, porque era un cautivante pequeño prodigio en sí: llevaba botas atadas, de piel de cordero, y una capa de hule amarillo sobre prendas tejidas, en rojos apagados y diferentes. Todo su vestuario, y en especial los colores de éste, salían de la imaginación de Lu Hsin, quien había llegado a considerarse dotado de una suerte de infalibilidad, que ni siquiera la señora Whu cuestionaba. Acertaba, sin más, en el punto de la más completa "extravagancia adecuada", y nunca se habría visto una niña que representara con más precisión el tópico de la infancia. Por obra de él, Hin parecía una pequeña sonámbula en el mundo de la realidad, y curiosamente, actuaba en consecuencia. Lu se preguntaba si no estaría afectando su carácter; si era así, no se preocupaba porque de todos modos la afección estaba apuntada en la dirección correcta.

El pelo muy negro de la criatura brillaba sin gorro en el aire diamantino de este comienzo de invierno. A pesar del hielo aquí y allí, no hacía frío: el aire se distanciaba del frío de las cosas, y era agradable surcarlo. Tenía un paso realmente alado, pese a que, a sus tres años recién cumplidos, todavía conservaba la encantadora torpeza de los inicios.

Una culebra especialmente grande que vio le hizo volver la mirada a Lu, como pidiéndole autorización para seguir adelante. Pero volvió a verlo absorto en sus pensamientos y siguió sin más, unos pasos delante de él. El bosque estaba superpoblado de culebras pequeñas, serpentinas de un verde apagado, casi gris cuando no se disponía del volumen apropiado de luz diurna. Al poco rato, la ensoñación de Lu pasó a ella, sin cambiar de modalidad.

Pero estaba lloviznando, y probablemente fuera más prudente volver. Para sus paseos elegía casi invariablemente los "bosques largos" que habían quedado a los costados de los embalses del Qu, a los que habían emigrado poblaciones enteras de animálculos de sus hábitats ahora inundados; de ahí que esas florestas, que en otros tiempos habían sido calmadas y casi superfluas, ahora dieran una sensación de lleno a la que era difícil sustraerse, y muy apasionantes para el observador. Y eso explicaba también que hubieran tenido la oportunidad de ver la muerte de aquel pájaro. Esto lo pensó Lu con cierta melancolía: al fin de cuentas, el milagro se empañaba con una explicación perfectamente natural, si es que podía considerarse natural esa contracción de lo natural.

En realidad, la lluvia era plena, y casi violenta. Simplemente no la notaban porque iban al abrigo algo ambiguo del follaje. No tenía demasiada importancia, pero le molestaba un poco que lo vieran al volver. Tenía sus horarios, y le disgustaba pensar que pudieran tomarlo por un maniático, de los que no pueden privarse de un hábito, así sea el más inocente del mundo como es el de dar un paseo por la naturaleza, aun cuando todo en la naturaleza se oponga, incluso con la tenue y cotidiana oposición de la lluvia.

Pero cuando salieron de lo más cerrado del bosque para entrar al camino que bajaba hasta transformarse en una calle de la aldea (la calle donde se hallaba su casa) la lluvia había cesado. Hicieron el resto del trayecto distraídos en la evitación de los numerosos charcos, y al trasponer la verja de la casa la niña se precipitó a jugar con su mascota, una liebrecita de agua que nunca como ahora estaba en su elemento en el húmedo jardín. Se había embarrado sobremanera, pero Lu Hsin la dejó en libertad, con un suspiro.

Entró para decirle a la señora Whu que cambiara a Hin; la encontró conversando con una mujer de la aldea, y no le dijo nada. Pasó a la oficina y se sobresaltó al encontrarse con un desconocido que lo esperaba y que ahora levantó la vista, sorprendido él también por la entrada silenciosa del dueño de casa. Tenía las prendas abotonadas del ejército, al que no pertenecía, sin embargo. Se levantó y se presentó con cierta torpeza, no sin antes hacer un gesto en dirección al tablero de plata que había tenido entre manos un instante antes, con entonación ligeramente culpable: -Bonito objeto. -Con lo que demostraba que había temido que lo tomara por ladrón, o al menos por entrometido.

Resultó ser un ingeniero que venía a la provincia a hacer estudios de factibilidad de obras hidroeléctricas. Lu Hsin no pudo menos que sonreír: el riego parecía quedar atrás, pero el agua daba para mucho todavía. Era lógico que recurriera a él: tenía todo el material necesario, y prácticamente el ingeniero no necesitaría ir a ver los paisajes reales, o le bastaría con verlos en última instancia como comprobación. Un archivo bien llevado, como el suyo, una recopilación ordenada de datos, servía a los mismos fines, pero mejor, que una pintura de paisajes. Todo lo cual estaba supeditado, como no dejó de reconocerlo el ingeniero con sus modales algo subrepticios, a que Lu accediera a desprenderse de su material, o a facilitarlo. De ahí que la lógica del tablero de plata se viera confirmada. Eso lo hizo seguir sonriendo. Jamás se le ocurriría escatimar esa clase de conocimientos a nadie.

Le ofreció té, y salió a prepararlo. Pero al ver a la señora Whu le pidió, con cierta brusquedad, que lo hiciera ella. La mujer le dirigió una mirada de genuina sorpresa: no estaba habituada a que su patrón le diera órdenes:
-¿Pero no ve que estoy conversando con mi amiga? -dijo señalando a ésta como si fuera un objeto que se hubiera mimetizado hasta la invisibilidad en la cocina, por un proceso difícil de imaginar. No había terminado de decirlo cuando ya su sorpresa se había trocado en impaciencia-: Es grotesco que me interrumpa siempre sin motivos.

Lu no dijo nada más, y puso el agua a calentar. Esperó, inmóvil como una estatua junto al hornillo, mientras las dos mujeres mantenían un silencio hostil, y al fin se marchó con la tetera llena.

Olvidó el incidente lo antes posible, y no tardaron en sumergirse en el trabajo, en el que siguieron hasta bien entrada la noche. En cierto momento se asomó a la sala, a buscar algo, y vio que Wen Tsi era ahora el interlocutor de su ama de llaves. Esta señora parecía encontrar temas de conversación con todo el mundo, menos con él, lo que no dejaba de tener su punta enigmática.

Cuando el visitante, alarmado por la hora, se marchó, Lu se ofreció a acompañarlo. El otro le pidió que no se molestara, pero acto seguido confesó que en realidad no sabría cómo llegar a su alojamiento en el edificio de la Guardia Municipal. Salieron juntos. La noche estaba destemplada, y muy oscura. Caminaron un rato en silencio, y después Lu Hsin le dijo que podía quedarse con todos los archivos, cuyo sistema de clasificación le había estado explicando.

-¿Quiere decir que puedo llevármelos?
-Sí. Supongo que pondrán una oficina… no veo cómo la mía podría servirles, cuando yo pienso utilizarla con otros fines.

Eso era una novedad para el visitante, que no pudo ocultar su sorpresa. Creía, y así se lo dijo, que el puesto de Lu en la burocracia provincial era sólido.
-Lo es. ¿Por qué habría de ser algo menos que sólido? Simplemente, pienso renunciar a él. Creí habérselo dicho. O bien: debí habérselo dicho. Pero no tiene importancia. El funcionario era la mar de discreción. No hizo ningún comentario. De todos modos, Lu Hsin creyó conveniente decirle:
-Me dedicaré al periodismo.

Después de dejarlo a salvo, volvió por donde había venido. Se veían pantallazos fugaces de la luna, entre bordes cargados de nubes; observó la superficie rugosa del satélite, y no creyó haberla visto nunca antes con tanta nitidez. Se le ocurrió pensar en la inutilidad suprema de los telescopios. La luna, se dijo, debería mirarse de muy cerca, nunca de muy lejos; incluso lo demasiado cercano (es decir, lo imaginario) era preferible a lo lejano. La observación lejana es apenas un punto de partida: nunca es demasiado pronto para interrumpirla. De otro modo, uno corría el peligro de pasarse la vida en el entretenimiento supremamente estéril de contemplar paisajes. La contemplación lejana obstruía el pensamiento, que es sinónimo de la contemplación cercana. ¿Y qué quería este ingeniero con el que había estado departiendo sino una visión microscópica del paisaje, una visión que sólo los papeles podían darle? Por algún motivo, Lu Hsin siempre salía al camino de los que cambiaban las dimensiones de su mirada, era como un duende (así se veía a sí mismo) de las alteraciones ópticas, y siempre aparecía en el momento adecuado.

Distraído en esa contemplación de la luna y de la oscuridad móvil y turbulenta tras la cual aparecía, tropezó y tuvo la mala suerte de caer de cara en el barro: un desastre. Afortunadamente no se lastimó, pero eso fue peor para su ropa: al no encontrar ningún punto de resistencia en la caída, se hundió en un lodo que lo revistió de pies a cabeza. Se levantó, chorreante e incómodo, y debió hacer el resto del camino con los brazos y piernas abiertos. Lo peor fue que le provocó risas a la señora Whu, y asustó consiguientemente a Hin, que ya estaba con el camisón puesto, con una colección de dibujos recortados dispuesta a lo ancho y largo de la mesa. Se preparó el mismo el baño, y una vez en el agua, que aromó con hierbas, pensó: Esta mujer debe de odiarme. Era una de esas cosas sin motivo, que tantas veces asoman en la vida.

Después tomó una cena liviana, acompañada con mucho té. El té era un recurso que había ideado tiempo atrás, para darle cierta consistencia temporal al momento de la cena. Efectivamente, con el transcurso de las tazas le parecía como si se colara algo de tiempo real. Para cuando terminó, estaban en plena "sesión nocturna".

Lo habitual: Hin lloraba, se negaba a dormirse. Por lo menos en este aspecto podía desligarse totalmente, incluso salir a fumar un cigarrillo al jardín, o en noches menos inclementes a dar una caminata. La señora Whu se ocupaba, y jamás se quejaba de esa tarea, como se quejaba de todas las demás; si lo hubiera hecho, la habría despedido en el acto, la habría fulminado con el rayo de la inexistencia sin pensarlo dos veces. Y debía de saberlo, la taimada campesina. En el fondo de todo malhumor siempre había un maquiavelismo, y una pequeña prudencia. Tomó coñac, y fumó tres cigarrillos para evitar engriparse después del remojón. La salud, pensaba, podía preservarse siempre, si uno atendía con firmeza a su bienestar, cosa que lamentablemente casi nadie hace.

De pronto, el llanto había terminado. Pues bien, era la "segunda parte": el momento del silencio absoluto, hasta que el sueño muy inestable en los primeros momentos se hubiera asentado, y entonces la niña dormiría profundamente, sin interrupciones, hasta la mañana siguiente. Era preciso no moverse, no hacer el menor rumor, o volverían a la etapa anterior; no era que él tuviera que hacer nada, pero no quería jugar con la paciencia de la niñera, y además el llanto, cuando se prolongaba demasiado, lo ponía nervioso. Hoy no estaba el recurso de salir a caminar.

Pero sintió un deseo irracional de consultar su agenda, para lo que debía ponerse de pie, ir a su escritorio y volver. Inevitablemente haría algún ruido. Era arriesgarse, pero lo inquietaba un profundo sentimiento de urgencia. Se levantó, prestando atención a cada una de sus articulaciones; fue y volvió tratando de hacer menos ruido que un fantasma. No hubo accidentes, pero cuando estaba otra vez sentado, con los nervios deshechos y la agenda entre las manos, la encontró lamentablemente desprovista de interés; ni siquiera recordaba para qué podía haberla querido hojear. Miró las últimas anotaciones, y la cerró. ¿Se estaría volviendo una víctima gratuita? Era una siniestra perspectiva. Claro que esa niña se comportaba como una verdadera sádica.

¿Por qué lloraba, si no era para molestarlo a él? La señora Whu no se hacía mayores problemas, por cuanto lo consideraba su trabajo; no hacía sobreañadidos psicológicos a la tarea; pero él, que no hacía nada en ese sentido, que se petrificaba o se iba cuando oía el llanto o los pedidos intempestivos desde la cama, era el objeto de una preocupación superior. Él era la figura intelectual de la casa (no es que hubiera muchas otras figuras, de todos modos) y esos gritos nocturnos, esas precauciones a las que obligaban, lo marcaban a fuego en su calidad de ser pensante. Parecía extraño que una criatura que apenas estaba aprendiendo a hablar supiera reconocer lo intelectual de alguien, ¿pero qué era el sadismo sino esas adivinaciones?

Por efecto de los horarios de Hin, la casita se había vuelto una especie de laberinto, con sus caminos prohibidos y sus sendas de silencio; lo cual resultaba paradójico en un edificio tan pequeño y transparente.

La señora Whu se disponía a acostarse, con pasos de grulla, lo que significaba que el sueño de Hin debía de haber alcanzado cierto espesor. La vida de esta señora era un enigma para su patrón. No salía, no veía a nadie. Se limitaba a ellos dos, pero al mismo tiempo parecía excluirlos, con una rigurosa indiferencia, o desdén. Era austera en sus intereses; ni siquiera parecía humana.

A la mañana siguiente muy temprano ya estaba trabajando. Había advertido de pronto que debía precipitar el momento del trabajo real, y terminar con los preparativos, que llevaban unos meses. Mandó al niño que había tomado como auxiliar en busca del ingeniero, para que dispusiera de una vez de todos los papeles. Era realmente temprano, como se lo hizo notar el jovencito, pero él le dijo que no importaba que estuviera dormido. Lo vio alejarse, en una bicicleta demasiado grande para él. Yin Peng era un niño delgado, de lindos ojos, de unos diez años, aunque aparentaba seis como máximo. Era muy inteligente, pero con una cualidad de pensativo-distraído que siempre hacía muy difícil calcular qué reacciones lo movían. Y, cosa curiosa en un niño de buena familia, era espléndidamente cortés.

Entró y le comunicó sin preliminares a la señora Whu que esa misma tarde viajaría. Fue inevitable que pareciera disgustada. No le agradaba quedarse sola de noche; tanto como sí le agradaba quedarse sola de día. Pero no hizo comentarios, y Lu Hsin se preparó té. Cuando se servía la primera taza llegó el ingeniero, y se sentaron ante el desayuno frugal. Le propuso que se llevara los archiveros ya mismo; le explicó que había estado haciendo cálculos con su agenda, y debía disponer de su oficina lo antes posible: al día siguiente traería la imprenta que había comprado. El hombre se mostraba desconcertado, pero le explicó cómo hacer la mudanza sin excesivo problema; cerradas las tapas de la cajas, y aseguradas con gomas, los papeles no se moverían; además, Yin lo ayudaría. (El ingeniero se sobresaltó y miró al niño, que barría lentamente las últimas hojas de la entrada.) Por su parte, Lu se excusaba: era imperativo que saliera con la niña a pasear.

Una hora después salían, y tomaban el camino del bosque. Las lluvias recientes habían hecho salir los viejos hongos en sus emplazamientos de siempre. A algunos Lu los miraba como a viejos amigos. Eran muy fieles a su punto, por arbitrario que éste fuera. Se los fue mostrando a la niña, y diciéndole los nombres; en una época de su vida había sido entusiasta micólogo, como había sido entusiasta morfólogo toda su vida, y le bastaba la mirada más casual para situar a cada uno en la clasificación. De modo que los señalaba, y los nombraba; no porque le importasen en lo más mínimo, ni por un deber didáctico, sino porque creía que debía haber algo al menos con lo que marcar el tiempo y el espacio en un paseo.

Era un día especialmente agradable, y la niña se mostraba más animosa que nunca, de modo que extendieron la caminata, hacia lo alto, hasta llegar a la gran cresta de pórfidos rosas desde la que se veía el Qu. Inconscientemente debía de haber tenido la intención de apreciar los efectos provocados por la lluvia, porque lo que vio desde ese punto le resultó muy interesante. El trabajo con el agua exigía rectificaciones constantes, precisamente por su calidad de fluida, de casi omnipresente y alternativa. Sin proponérselo, se había venido haciendo una sinopsis mental de los niveles de los embalses de riego, a partir de su experiencia con la lluvia nocturna, pero ahora vio que en realidad había otros factores. Y esa apreciación "real" de los factores que hacen a un paisaje era también una forma de arte. Cerca y lejos, estaban las peculiaridades del terreno, de los declives, y la posibilidad de hacer algunas rectificaciones. Además bien podía no hacerse nada: el agua siempre admitía un interesante margen de error.

Cuando volvió, le dejó a la niña a la señora Whu con varias recomendaciones más o menos vanas, y se marchó. El ama de llaves aprovechó para hacer visitas toda la tarde, y arrastró con ella a Hin, "mi hija", como decía en todas partes donde iba. Era una de esas señoras a las que en ninguna parte se recibía de buen grado, porque era algo desequilibrada, sin ser graciosa. De modo que las visitas eran breves, ya que sus anfitriones se las arreglaban para librarse de ella con notables performances de ingenio. Una ronda de visitas de la señora Whu creaba por toda la zona una floración de mentiras coloridas, que tardaban en reaparecer tanto como el señor Lu volvía a darle a su ama de llaves la oportunidad de hacer sociabilidad. Lo curioso era que esta señora había vivido toda su vida en un estado de reclusión casi absoluta; pero le bastó tener un empleo para que "visitar" se le volviera una necesidad.

De todos modos, este segundo paseo del día duró lo bastante como para que al fin Hin se negara a dar un paso más, y Ma Whu tuviera que llevarla alzada, cosa que hacía con cierto despego ágil. La señora Kiu, tras los visillos de su casa, tomó buena cuenta del hecho, del que se propuso darle información a su vecino.

Mientras tanto, el ingeniero y Yin habían hecho un buen trabajo. Demasiado bueno en realidad, porque se habían llevado también la camita de la niña, que originalmente había sido un archivero. Cuando lo advirtió, la señora Whu comenzó a gritar, y le propinó una severa reprimenda al niño, que la escuchó con la cabeza baja.

Después, bajo la luz hermosa del crepúsculo, Hin y Yin jugaban en el patio. La señora Whu cosió un momento aunque no tenía paciencia. Y la interrumpió Hua P’i p’ei, que venía de visita y se quedó, a pesar de la ausencia de Lu. A diferencia de Wen, Hua aceptaba la conversación de esta señora, que por su parte no les prestaba la menor atención a uno ni a otro de los amigos de su patrón; en este caso, prestó atención, y algo torva, cuando el visitante se sirvió del coñac del dueño de casa.

El día siguiente transcurrió en gran medida igual, salvo que ahora la oficina estaba vacía y los niños se pasaron el día jugando con canicas en el cuadrilátero liso y pulido de tablas; el tercer día a la tarde llegó Lu Hsin con un carro de bueyes desde la estación, trayendo la vieja máquina impresora que había comprado. Hua estaba presente cuando llegó, y justificó el uso del coñac diciendo que brindaba anticipadamente por el éxito de La Gaceta Hidráulica. Lu accedió a beber él también una copa, cuando la máquina estuvo en la oficina; debía relajarse después del esfuerzo. Cuando su amigo le preguntó por la periodicidad que tendría la hoja, no le sorprendió escuchar una respuesta muy pensada: Lu Hsin no era hombre de improvisar, sobre todo porque le gustaba actuar sobre lo inmediato. Según él, ése era el auténtico procedimiento racional, y no importaban los miles de años que habían consumado las dinastías en sus turbios preparativos. La periodicidad sería de: tres números por mes, más uno extra por trimestre, más uno extra por semestre, más uno extra por año.

Bebida la copa, y cambiada la camisa empolvada por el viaje, fue inmediatamente a su escritorio a redactar unas cartas. Examinó las tintas, las olió… y las olió su amigo, y la señora Whu, y Yin y la niña, en un ritual tan estúpido como necesario. Pero ya era de noche, por lo que los presentes superfluos se despidieron. Hua se marchó, y Lu Hsin despidió al niño, lo mandó a su casa a dormir con la recomendación de que viniera bien temprano al día siguiente. Lo acompañó hasta la calle, cosa que no hacía nunca, y le puso una mano en el hombro. Mañana, le dijo, le enseñaría a manejar la minerva.

Pero al día siguiente la función de Yin fue llevar a la niña de paseo, pues Lu estaba demasiado ocupado aprendiendo él mismo a manipular la máquina. Y compuso el primer artículo, sobre "La Velocidad en la Repetición de las Pendientes", sin borrador.

A la mañana siguiente trajeron las bobinas de papel.

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