Las aventuras de Nicolás Tanco Armero, viajero colombiano en la China del siglo XIX

In by Simone

Agustín Codazzi y los demás científicos de la Comisión Corográfica exploraron los rincones más recónditos de Colombia a mediados del siglo XIX trazando mapas de la joven nación y documentando su vegetación. José María Samper, Andrés Posada Arango y Salvador Camacho Roldán recorrieron Estados Unidos y Europa. Pero pocos viajeros fueron tan intrépidos como Nicolás Tanco Armero, quien hace exactamente 157 años se convirtió en el primer colombiano en poner sus pies en China. Aquí les presentamos una segunda crónica con nuevas odiseas del joven aventurero latinoamericano.
Tanco Armero fue un personaje muy particular. Cuando apenas tenía veinte años, el joven nacido en el seno de una familia conservadora y educado en París fue encarcelado durante tres meses por lo que él llama “razones desconocidas” y lo que otros describen como un insulto al presidente liberal José Hilario López. En todo caso, el confuso incidente convenció al joven Tanco Armero de la necesidad de “respirar en países extranjeros el aire libre” y “distraer un poco su fatigado espíritu”, por lo que emprende un extraordinario periplo de nueve años que lo llevó a cinco continentes. A su regreso, registraría sus hazañas y sus desventuras en Viaje de Nueva Granada a China y de China a Francia, publicado en 1864 por la imprenta parisina de Simon Racon.

La primera parada de Tanco fue La Habana, donde varios terratenientes le contrataron para emprender una muy particular misión comercial al otro lado del mundo. Cuba, que aún era colonia española, era consciente de que el movimiento abolicionista cobraba fuerza en los jóvenes países hispanoamericanos y decidió comenzar a traer mano de obra desde China para trabajar junto a los esclavos africanos. Estos emigrantes chinos, que recibían el nombre de coolies o culíes, eran típicamente cantoneses -siempre hombres- que llegaban con contratos de hasta 80 años a las vastas plantaciones e ingenios de caña de azúcar que había en la isla.

Se calcula que en total llegaron unos 124.800 chinos a Cuba en el siglo XIX, comenzando así una rica mezcla racial y cultural que aún se siente en la cultura cubana. Entre ellos, por ejemplo, arribó uno llamado Yam Lam, cuyo hijo Wilfredo se convertiría medio siglo más tarde en una de las figuras más importantes del surrealismo y del arte latinoamericano.

En tierras del Imperio Celestial

En 1855, cuatro años después de haber zarpado de Cartagena, Tanco Armero llegaba finalmente a ese país mítico cuyas puertas habían permanecido cerradas al resto del mundo durante siglos. Aunque su viaje comercial resultaría un fracaso, el joven de 25 años queda fascinado con el inmenso país de 360 millones de habitantes. Su libro, uno de los pocos relatos de viajes a China escritos por un latinoamericano en el siglo XIX, relata esas impresiones con asombro y mucho humor, aunque también con algunos prejuicios heredados de una tradición occidental que se consideraba superior a la asiática.

A Tanco le cautiva observar como los chinos entierran lechoncillos y otros alimentos con sus muertos, que en las ciudades chinas “jamás se anda por recreo, siempre es por negocio” y que beben más té que agua. Le horrorizan las historias de que la sola Cantón había ejecutado a 180 mil personas en un año y la abundancia de “compañeras accidentales” en sus calles. Y le maravilla la manera cómo los escasos comerciantes europeos, que llama “plantas exóticas”, se adaptan a la vida entre personas que “carecen completamente del sentimiento de lo bello y sublime”. “En casi todos los países tropicales o de climas abrazadores, la mujer se consume y aniquila muy pronto, pero en ninguna parte con tanta rapidez como en China. ¡Pobres flores de Occidente, tal parece que se marchitan, que mueren al transplantarlas al Oriente!” escribe.

Además de pintorescas, sus anécdotas ofrecen una mirada privilegiada -aunque a veces distorsionada- de un mundo tan lejano como desconocido para los habitantes de la Nueva Granada. En una ocasión le ofrecen un suntuoso banquete en el puerto colonial de Amoy, hoy conocido como Xiamen. Entre los curiosos platos que le sirven -como sopa de aleta de tiburón y nido de pájaro- hay uno que le resulta especialmente difícil de comer, en el sentido más literal de la palabra. “Por más que me esforzaba en sostener el tortugoso líquido con los palitos, estos se abrían como compases o tijeras y en lugar de conducirlo a la boca que se abría como si dijéramos de par en par, dejábanlo escapar furtivamente por la barba en dirección de la pechera. (…) Mientras los demás convidados habían devorado dos o tres platos de la rica sopa, yo andaba a paso de la tortuga que no podía probar”, escribe.

En la ruta del opio

El viaje también le sirve a Tanco Armero para percatarse de algunas de las realidades más oscuras de la vida en China, que no corren siempre por cuenta de la población local. En ésa época el país apenas comenzaba a abrirse al comercio internacional, zarpando de sus puertos gran parte de la demanda mundial de sedas, té y jade. Pero lo que mueve en realidad la economía de la región es el opio, cuyo comercio controlan sin ningún pudor ingleses y franceses.

Tanco observa con espanto cómo los chinos ponen a hervir el fruto de la adormidera hasta que resulta una pasta “que ponen en cajetillas que cualquiera creería una deliciosa jalea de guayaba”, con la que “se atontan y tienen todo tipo de visiones”. “La única vez que presencié por curiosidad el espectáculo, jamás se me olvidará: las lívidas y amarillentas figuras haciendo toda especie de contorsión, las tendré siempre presentes en la imaginación”, cuenta Tanco.

Es también el “veneno” importado por los europeos el culpable de que el viaje de Tanco Armero fracase. Mientras navega a lo largo de la costa china, los barcos ingleses atacan el puerto de Cantón -la actual Guangzhou- en represalia por un confuso incidente que atribuyen a los chinos. Comienza así la Segunda Guerra del Opio y todos sufrirán sus consecuencias. “Para el chino todos los extranjeros son diablos con los cabellos rojos. A todos se les confunde bajo una sola denominación, y en las épocas de oscilaciones y disturbios todos corren el mismo riesgo que los agresores – todos son enemigos”, se lamenta Tanco.

A medida que el pánico se va extendiendo, el colombiano contempla como las posibilidades de concretar sus “negocios” se van esfumando. Un día se encuentra almorzando en el Club de Caballeros de Hong Kong, cuando entra corriendo alguien para advertir a los comensales que el pan contenía arsénico. “Felizmente no lo había tomado aún, apenas tenía una tajada en la mano que no había acercado todavía a los labios y que al momento dejé caer”, narra el joven viajero, que comprende con horror la cercanía de la inminente guerra.

“Ya el veneno estaba haciendo sus efectos en los que almorzaron temprano: en todos los cuartos del club no se oía más que arcadas producidas por los eméticos que cada uno tomaba para salvarse”, relata desesperado, debatiéndose entre sus opciones. “¡Qué hacer! ¿Ir a Macao exponiéndome a ser asesinado en el vapor o quedarme en Hong Kong expuesto a ser envenenado el día menos pensado?” Un par de días después, se embarca hacia la colonia portuguesa de Macao y allí enlaza con el primer barco hacia Tierra Santa.

Termina así la aventura de tres años de Nicolás Tanco Armero en China, que él llama “una peregrinación de aquellas que solo se hacen una vez en la vida”. Y con ésta, la odisea del primer colombiano en pisar tierras chinas.

Reportaje publicado en El Tiempo (Colombia)



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