Flaubert

In by Andrea Pira

En nuestra entrega literaria semanal traemos esta historia en la que un turista perdido en China compra por error una misteriosa mercancía que lo acompañará durante toda su estadía en el país. Este cuento fue parte del libro crónicas chinas, editado en francés en Toulouse por la editorial Jambre. 


Antes de llegar, habrá escuchado decir que esta ciudad, con sus treinta millones de habitantes, es una de las más grandes del mundo, pero no es así: La complejidad de los términos administrativos de la región es la razón de este error. La ciudad propiamente dicha, cuenta unos 10 millones de personas.

Hace unos tres mil años, la situación privilegiada del terreno atrajo a los primeros habitantes, los misteriosos Ba, que establecieron aquí su capital. El esplendor de la ciudad se mantuvo hasta que, de 1938 a 1945, transformada en campo de batalla, perdió la mayoría de sus templos antiguos y hasta el dique. Hoy la mayoría de los visitantes vienen sólo para hacer un paso entre otras dos ciudades turísticas y no se quedan más que unas pocas noches.

Yo había llegado al país pocos días antes. No hacía otra cosa que merodear, física y mentalmente. Sobre todo recorría las entreveradas callecitas del barrio donde estaba mi hotel. Una de las cosas que más me gustaba era el mercado donde se vendían desde alpargatas hasta gallinas vivas o pescados que flotaban en cubos de tergopol.

Por la mañana, temprano, las calles eran ruidosas aunque no había autos. Los comerciantes gritaban los precios a viva voz, los compradores se quejaban pidiendo descuentos, las motos se hacían un lugar entre los caminantes dejando un pesado humo gris oscuro y hasta había sillones en la calle donde los viejos se sentaban a jugar a una especie de ajedrez de piezas circulares.

Caminaba por una de estas calles cuando vi una larga cola y me detuve a mirar qué era: ocupaciones del turista. Como no podía discernir de qué se trataba ni podía preguntar pues desconocía la lengua local, decidí sumarme a la espera y me coloqué detrás de la última persona de la fila. Miré hacía el inicio de la cola: una puerta roja entreabierta, que no aclaraba nada. Los de la fila parecían ansiosos.

En los otros, comerciantes y transeúntes, se notaba una suerte de envidia. Luego de unos minutos pude ver que la cola se alargaba hacia el entramado imposible de calles al sur. Un grupo de vendedores ambulantes se instaló en la vereda, degusté una vez más la comida del país y compré agua fresca a cinco dólares la jarra.

Traté de preguntar a la señora que esperaba detrás mío, pero la lengua local era impenetrable. No habíamos avanzado ni de un paso y ya casi era de noche. Algunos se sentaban en el piso, otros dormitaban de pie. Lentamente la fila se puso en movimiento y a pesar de que había mucha gente en unas horas estuve cerca de la puerta. Veía la gente salir con pequeños paquetes o sosteniendo bultos contra el pecho, como tratando de esconderlos.

Deploré no poder entender sus exclamaciones ni las conversaciones que se generaban. A pesar de la monotonía que supone toda espera, no faltaban distracciones, como un nuevo vendedor o el avance de la cola.

Finalmente estaba ante la puerta entreabierta, ya podía ver el interior de la oficina. Cuando entré, esperaba un funcionario vestido con una camisa color crema y una corbata verde. El uniforme, como el estado del edificio, mostraba la pobreza oficial. Las paredes estaban descascaradas, las cortinas habían perdido su color original y el mobiliario necesitaba una renovación.

El hombre me señaló un precio, no muy elevado, que pagué con moneda local. Me dio un papel que debía ser un recibo (no podía entender los caracteres) y le hizo un gesto a un empleado que esperaba de pie cerca de la ventana. Éste salió del recinto y volvió con un pequeño paquete envuelto en papel de diario.

El funcionario lo abrió y depositó en mis manos una oreja. Sentí asco, quise tirar el pedacito de carne lejos, sin embargo me quedé petrificado unos segundos, después lo envolví en el diario y salí caminando despacio. Hubiera intentado pedir explicaciones pero el próximo en la fila miraba impaciente.

Tomé un taxi hacia el hotel, confundido entre aquella arquitectura extraña y el ruido de la ciudad. Tenía el paquete entre las manos pero no quería abrirlo, conservaba la esperanza de recibir alguna revelación. Me desplomé en la habitación y desperté nueve horas después. Mientras me preparaba para salir vi el vaso con la oreja, entonces me dije que debía volver a aquella oficina.

Llovía y la calle de tierra nos embarraba los zapatos, al lado de la vereda corría un pequeño arroyuelo de agua sucia. La fila era menos larga, los vendedores ambulantes habían desaparecido. En una media hora ya estaba en la oficina, esta vez me exigieron cincuenta dólares y el paquete era mucho más pesado, lo abrí en el taxi de regreso al hotel: una cara de grandes ojos negros flotaba en un colchón de papel de diario. Trató de decir algo pero de los labios salió sólo un hilo de sangre.

El agua se estancaba en los andenes mientras la gente se apuraba bajo sus paraguas. Era otro día de nubes y lluvia en esa ciudad grisácea. El paquete se movía entre mis manos y el papel se tiñó de rojo oscuro. Le puse la oreja en un costado (él tenía dos orificios cubiertos de cicatrices) pero cayó sobre el papel. Guardé la cara en el bolso y volví. Salteé mi lugar en la fila, los que esperaban no dijeron nada, pagué setenta y ocho dólares y recibí dos piernas delgadas con una parte de abdomen recortado salvajemente.

Volví pensando como armaría algo más o menos funcional con las partes que tenía. Podría coser la cabeza al extremo del abdomen, las orejas irían en su sitio y las piernas sostendrían todo.

Trabajé toda la noche y algunas horas antes del alba ya lo tenía. En tantos años de comercio quizás nunca ha habido una criatura tan deforme como la mía, las piernas salían de las caderas como dos chorros quebradizos, la cabeza giraba sobre si misma siempre inestable y el abdomen estaba cruzado de cables con los que se sostenía el conjunto.

Lo llamé Flaubert y le escribí su nombre en una mejilla. Lo pinchaba con el dedo para que caminara por la marca roja que yo había trazado en el suelo. Le costaba seguir en línea recta, se bamboleaba por el peso desigual de sus partes. Con los años aprendió a hablar nuestra lengua.

Yo me quedé a vivir en aquel lugar, trabajando como corresponsal para un diario español. Las cosas iban bien, ganaba un buen salario, Flaubert hacia las tareas de la casa, yo escribía todo el día y tomaba clases de la lengua local.

La presencia de Flaubert me ayudaba a escribir. Por esa época escribí un cuento que contaba la historia de una cajera de supermercado que se despertaba transformada en Charles Dickens. Ya no recuerdo como terminaba, el titulo era, por supuesto, “Dickens”, y con él gané un premio con el que compré un departamento en el centro, en el piso 11 de un bello edificio.

Una mañana estaba escribiendo mientras él se paseaba por el balcón, algo le llamó la atención en la calle, se acercó demasiado y se fue entre las rejas. Por unos minutos pudo atraparse del borde con un pie, pero antes de que yo llegara a salvarlo se deslizó. Cuando bajé encontré sus restos en la calle. Pocos meses después vendí el departamento y volví a mi país. Enterré a Flaubert en un cementerio privado, aunque muchos lugareños querían comprarlo para completar otro mounstro.

También puedes leer:

-Una novela china (novena entrega)

-El caso de las novias falsas en el mercado de Xiu Shui

-La guerra de los Maos