Desde el Far West Chino: Keriya

In by Andrea Pira

Visité diez días un pueblo uigur para conocer la manera en la que viven sus vidas los residentes. Esta es la primera nota sobre mis impresiones sobre el poblado de Keriya. El concepto de la Ruta de la Seda en Xinjiang ha sido romantizado por los libros de viajes. Una de las preguntas que quiero contestar es cómo vive la gente ahora en el 2013.

Fui invitado a Keriya, un pueblo a ciento ochenta kilómetros de la gran ciudad de Hotán. La encuentras en el sur de la provincia, a orillas del terrible Taklamakán, gran desierto que durante siglos se ha tragado asentamientos uigures. Es un páramo terroso donde la etnia uigur constituye el 90% de la población. Llegué con la esperanza de encontrar algo místico. Conectar con el lugar. Olvidar de dónde vengo. Pero estas regiones son áridas, pudorosas y austeras, y el islam, severo.

Pasé diez días ahí, en los que fui tratado como un mercader en la Ruta de la Seda, es decir, me abrieron sus puertas y me dieron todo lo que pude necesitar (incluso WiFi). Nunca faltó en mi taza té de Hotán: una mezcla de especias que pinta el agua de amarillo. Los ancianos saben cómo prepararlo y, pese a que traté de averiguarlo, sé que me huele como a canela, cardamomo, comino y clavo. Si en el edén mahometano sirven té para acompañar a los higos, que el mío sea de Hotán.

El pueblo apenas da para unas cuantas avenidas, todas con los nombres que encuentras en todas las ciudades de China (Avenida de la Paz, Avenida de la Unidad). Los majestuosos candelabros de la gran avenida de Chang’An (frente a la Ciudad Prohibida en Beijing) iluminan la calle principal de Keriya; linternas rojas cuelgan de los postes. Eslóganes socialistas en paredes desteñidas llaman a la amistad entre los pueblos Han y uigur. Estos pocos elementos te advierten que sigues en China, pese a que todo lo demás es foráneo.

Keriya no tiene muchos monumentos que ofrecer. Rara vez es visitada por turistas u hombres de negocios. La visitan los ganaderos y agricultores cada sábado para hacer el bazar. La visitan pakistaníes letrados en el Islam. La visitan microempresarios de la región que distribuyen productos turcos, malayos y saudís para aquellos uigures que se niegan a comprar productos de los “invasores”, los chinos Han.

La vida está en los callejones sin pavimento, casas de adobe, carretas motorizadas, burros, borregos, niños empolvados, en alguien que toca una guitarra, mujeres con velos de seda, hombres con sombreros de lana y barbas que caen diez centímetros. Tiendas de abarrotes, ferreterías y restaurantes con los mismos platillos (fideos, arroz frito o kebabs) se repiten hasta el absurdo, y vuelven a las calles indistinguibles una de otra bajo el polvo. En las aceras, gente vende melones, mandarinas, granadas, manzanas y peras.

Aunque parece que el tiempo no corre, una nueva generación de uigures se está gestando tras las cortinas. Mientras que los viejos pasan el tiempo conversando fuera de la mezquita o viendo series chinas ochenteras traducidas al uigur, los jóvenes como Alí (24 años) miran Wrestlemania, Vampire Dairies y el Hollywood palomero gracias a los subtítulos en mandarín y el Internet. Para ellos, la televisión china (un gran motor propagandístico del gobierno) es sólo ruido de fondo ininteligible en sus comedores. Los jóvenes uigures quieren un pasaporte. Pero un pasaporte es mucho muy complicado, me dicen. Tres mil dólares no son suficientes para sobornar a todos aquellos que deben ser sobornados. ¿Para qué lo quieren? Ni ellos lo saben con exactitud, pero lo quieren ya que el Internet les ha mostrado un mundo en el que ellos no figuran. Quieren salir y ver.

Alí regresará a su pueblo tan pronto termine su ingeniería en la mejor universidad de la provincia. Su cuñado tiene talleres mecánicos, y el asumirá la gerencia de uno (un ejemplo más de la importancia de las relaciones familiares para hacer negocios). Espera casarse con su novia, que conoció en la primaria, el único amor de su vida. Quizá él tendrá la fortuna de heredar la casa y el terreno en el que ha vivido su familia por más de doscientos años. Sus dos pasiones son la guitarra española y sus amigos de la infancia, quienes casi todos siguen viviendo en Keriya. Todos se casaron con mujeres locales.

Llegué buscando una conexión mística. Lo primero que encontré fue silencio y polvo. El idioma es una barrera muy grande debido a mi deficiente mandarín y mi falta de uigur. Nuestras interacciones consistían más en interrogatorios que diálogos. Sin embargo, mientras los días transcurrían, encontré lo cálida que es esta gente. Todos los amigos de Alí me invitaron a sus casas, y estaban al pendiente de lo que hacía. Nunca faltó quién nos recogiera y llevara en coche. No me dejaron pagar por nada. Es cierto que no hay mucho en Keriya, pero también es cierto que unos kebaps con los amigos de tu infancia ya es algo extraordinario. Accedieron a todo sin saber quién soy, a qué vengo, ni cuándo volveré a verlos. Esto es lo que queda de aquella ruta por la que Oriente y Occidente empezaron a conocerse.

Jorge A. Ríos escribe desde Urumqi. Su blog se encuentra en China Files y en Desde el far west chino. Haz click acá si quieres saber más de este blog. 

Lee otras entradas de este blog: