Crónica: Principio y final de la Revolución de los Paraguas

In by Andrea Pira

Hong Kong fue una colonia inglesa desde 1997. Desde entonces, sus relaciones con Beijing han sido, por decir lo menos, bipolares. En septiembre del año pasado, un grupo de jóvenes se tomaron las calles del centro financiero de la ciudad para reclamar mayores libertades económicas. Aquí el recuento y explicación del principio y final de la Revolución de los Paraguas.

“Usted está haciendo una historia, nosotros estamos haciendo historia”, dijo el muchacho mientras soplaba una bocanada de humo de cigarrillo.

Eran las ocho de la mañana del lunes 29 de septiembre de 2014, y comenzaba el auge de la llamada Revolución de los Paraguas: una manifestación pública contra las reformas políticas que pretendía imponerle el Gobierno de China a Hong Kong. Desde el día anterior, más de cinco mil jóvenes manifestantes se habían adueñado de Central, el corazón financiero y político de la ciudad. Las avenidas que normalmente sobrellevan los atascos propios de un inicio de semana laboral estaban cubiertas de colegiales y universitarios sentados sobre mantas de papel periódico.

“Somos estudiantes de Economía”, dijo uno de los chicos que descansaba frente a la estación de metro Admiralty. Luego vimos a un ejecutivo solitario que caminaba con su saco bajo el brazo, enfrentando una temperatura de casi treinta grados centígrados. Los muchachos y yo volteamos para seguir con la mirada a este occidental que atrajo también la cámara de un fotoperiodista, pues ese día, en pleno corazón bursátil de Asia, el bicho raro era él. Los jóvenes de cabellos desordenados y ojos trasnochados, que llevaban gafas de laboratorio y máscaras de cirujano colgándoles del cuello para protegerlos de los gases lacrimógenos, eran los nuevos dueños de esas avenidas.

¿Por qué creen que están haciendo historia?

“Pues porque estamos luchando por la democracia”. La prensa mundial comenzaba a virar su atención hacia Hong Kong y, al menos durante aquella semana, desplazó el espacio protagónico que durante más de un mes estuvo reservado para las frustrantes campañas contra Isis en el Oriente Medio y para la igualmente ineficaz lucha contra el ébola (que CNN desatinadamente apodó “el Isis de los agentes patológicos”). “Hemos estado aquí desde ayer. No dormimos. La policía nos atacó anoche con gases lacrimógenos”, añadió indignado.

“¿Creen que la policía va a arrojar gases lacrimógenos hoy?”.

“Yo creo que hoy va a ser un día pacífico”, respondió otro joven del grupo.

“Pero la policía…”. Y sacudió la cabeza despacio: “La maldita policía”.

Las manifestaciones que hoy se conocen como la Revolución de los Paraguas fueron la respuesta a una reforma presentada el 30 de agosto de 2014 por el cuerpo legislativo de China (el Comité Permanente del Congreso Nacional del Pueblo). En esta, China aprobaba que en Hong Kong se instaurara el sufragio universal para la elección en 2017 de su jefe ejecutivo. Sin embargo, la reforma incluye un sistema de filtros a los candidatos que en la práctica le permite a Beijing vetar a los candidatos que no desea que se presenten. Esta contradicción fue el corazón de la controversia.

El sistema político de Hong Kong es una democracia a retazos, fruto de un largo proceso de concesiones y confrontaciones. Según documentos secretos que fueron desclasificados hace un año, el Imperio británico, que gobernó la isla desde el Tratado de Nanjing que dio fin en 1842 a la Primera Guerra del Opio, consideró dar a los habitantes de la isla ciertas concesiones democráticas durante la década de 1950. Esto en el contexto de un imperio debilitado por la independencia de India y Ghana, y por los movimientos anticoloniales en muchos otros de sus dominios. China, no obstante, amenazó a Gran Bretaña con invadir Hong Kong si le otorgaba libertades que, desde los ojos de Beijing, podrían eventualmente llevar a la independencia de una isla que esperaba le fuera devuelta 40 años más tarde.

En la antesala de la entrega de Hong Kong a China, entre los años ochenta y noventa, Gran Bretaña aceleró la concesión de derechos democráticos, una actitud que China interpretó nuevamente como agresiva y cuyo objeto, según el Gobierno comunista, era sabotear el traspaso de la colonia, lo que finalmente ocurrió el 1 de julio de 1997. Cuando Hong Kong fue entregada a China, el Gobierno de Beijing se comprometió a mantener el camino de apertura democrática iniciado diez años atrás por Gran Bretaña. A esta práctica política se la conoce como “un país, dos sistemas”. Es decir, una China que aceptaba libertades de expresión y de prensa impensables en sus territorios continentales, y libertades electorales que, sin embargo, han sido mucho menos generosas.

Los “pandemócratas”, o quienes exigen una plena democracia inspirada en los sistemas del Primer Mundo, argumentan que China ha traicionado el compromiso que adquirió con el Reino Unido en 1984, cuando los Gobiernos de Deng Xiaoping y Margaret Thatcher terminaron las negociaciones para la devolución de Hong Kong. Beijing a su vez responde que los ingleses nunca dieron tantas libertades a los habitantes de Hong Kong como las que China les ha concedido.

“Es cierto que la gente en Hong Kong goza hoy de más democracia que nunca antes, pero ese no es el punto”, dijo John M. Carroll, historiador de la Universidad de Hong Kong. “Ellos, o al menos muchos de ellos, creen que se les prometió más para 2017, y que el Gobierno de Beijing no cumplió su promesa de conceder el verdadero sufragio universal”.

Uno de los rostros más visibles de las protestas que iniciaron el 22 de septiembre ha sido Joshua Wong, el estudiante universitario que, mientras estaba en la secundaria, fundó el movimiento activista Scholarism para protestar contra la influencia política de Beijing en Hong Kong. Wong, que fue arrestado por primera vez el 27 de septiembre, cumplió dieciocho años tres semanas después de haber iniciado el boicot estudiantil.

En la tarde del 29 de septiembre, pocas horas después de su liberación, Wong y los otros líderes de la protesta se dirigieron a una multitud cada vez más numerosa desde un puente peatonal. A causa de su baja estatura, Wong se perdía entre otros líderes como el profesor Benny Tai y el reverendo Chu Yiu-ming, los adultos que dirigen el movimiento prodemocracia Occupy Central. Pero su figura aparentemente frágil se transformó cuando tuvo el megáfono en la mano. Mientras gritaba por el altavoz inclinaba la cabeza hacia adelante y agitaba el brazo derecho con movimientos afilados. “No nos iremos de aquí hasta que haya plenas garantías para nuestros derechos”, dijo Wong, lanzando un discurso pronunciado a todo pulmón, sin repeticiones, arengas o vacilaciones. “El futuro de la democracia no será decidido por los adultos”, declaró Wong en una entrevista con la revista Time, que lo nominó como Persona del Año en 2014. “Quisiera preguntarles a las personas con poder y capital, ¿por qué no están luchando por la democracia?”.

“Nosotros no queremos la independencia”, me explicó esa noche un muchacho llamado Tom que cuidaba una de las barricadas de Queensway Road, en la periferia de la manifestación. “Queremos seguir siendo parte de China, pero queremos que Beijing cumpla su promesa de darnos más autonomía”.

Eran casi las nueve de la noche. El clímax de la manifestación había iniciado dos horas antes y se mantendría hasta la medianoche, pero sin ruidos. Las protestas fueron sorprendentemente calladas, salvo por alguna tonadilla de esperanza que a veces era coreada en cantonés: “haremos el cambio en este espacio infinito, nadie puede escapar al cambio”.

Pero quizás lo más inusual era la forma espontánea en que se organizaron los jóvenes. Algunos recogían la basura y dejaban bolsas plásticas negras a un costado de la calle. Hubo grafitis con mensajes políticos, pero nunca vandalismo gratuito ni destrucción de propiedad privada. En horas de la mañana, unos estudiantes de Medicina, con batas azules y los cuerpos cubiertos por impermeables transparentes, me explicaron cómo operaba su puesto de enfermería improvisado. Regalaban víveres que recibieron mediante sistemas informales de donación (galletas, botellas con agua), repartían máscaras de cirugía y trapos húmedos para protegerse de los gases lacrimógenos, y ofrecían servicio de primeros auxilios: “Aquí puede venir el que quiera a pedirnos víveres o atención médica. Incluso la policía”.

El nombre de Revolución de los Paraguas se acuñó precisamente porque, como un ejemplo más de sus estrategias poderosas y a la vez inocentes (que no ingenuas), los manifestantes en más de una ocasión emplearon paraguas para protegerse de los chorros de gas pimienta con que los agredió la policía.

Una pregunta que reiteraron los medios occidentales es si la Revolución de los Paraguas se convertiría en un baño de sangre, como el de la Plaza de Tiananmen en 1989, cuando miles de estudiantes marcharon en Beijing para exigir una apertura democrática, y después de tres meses de ocupar la plaza, el Gobierno dispersó a los manifestantes con tanques y soldados. Se desconoce la cifra oficial de muertos, pero los estimativos más alarmantes hablan de 2 000.

Kaiser Kuo, el jefe de Comunicaciones internacionales de Baidú, el Google de China, dijo hace poco en su cuenta de Facebook: “China, después de 25 años, todavía tiene en la boca el amargo sabor de la sangre de Tiananmen. Decir lo contrario sería llanamente cínico”.

“Si Beijing hubiera querido usar la fuerza para callarlos ya lo habría hecho”, me dijo un periodista italiano que ha cubierto temas en China durante más de una década. “Hay que ver cómo es la policía en Europa, en Estados Unidos o en América Latina. Si tienen que abrir la calle, la abren a los golpes. Pero en Hong Kong eso no ha pasado”.

Según fuentes anónimas citadas el pasado 17 de octubre por el New York Times, Xi Jinping, el presidente de China, recibe un informe diario sobre la situación en Hong Kong, y el Gobierno central dirige la estrategia que se debe adoptar hacia la situación. Su directriz para Leung Chun-ying, el jefe ejecutivo de Hong Kong, es la siguiente: tiene nuestro apoyo, no otorgue concesiones, pero no derrame sangre. Xi ha dicho también que las protestas son ilegales y ha acusado a influencias extranjeras de estar manipulando y promoviendo las manifestaciones: con ello se refiere a Estados Unidos.

“Nosotros estamos acá porque queremos. Nadie nos está mandando”, dijo con orgullo Tom desde su barricada en Queensway, y señaló con el brazo hacia las calles Harcourt y Connaught, donde estaban congregados miles de manifestantes, frente a las oficinas del Gobierno: “Nada de lo que está sucediendo allá es producto de estar recibiendo órdenes”.

Si bien no se han generado más ataques por parte de la policía, el 28 de septiembre, una semana después de haber sido rociados con gases lacrimógenos, los manifestantes fueron agredidos por “desconocidos”. Más tarde y a raíz de denuncias de Occupy Central, la policía confirmó que diecinueve de las personas arrestadas, durante la noche en que los manifestantes fueron agredidos con botellas y piedras, tenían pasados judiciales como miembros de las tríadas de Hong Kong, la mafia de la ciudad. Los líderes de la protesta han dicho que fueron contratados por el Gobierno local, pero esto no ha sido demostrado.

Entre octubre y noviembre, a medida que el cubrimiento mediático se reducía, los manifestantes desalojaron paulatinamente las zonas centrales y se concentraron en barrios específicos. Entre ellos y el Gobierno hay todavía conversaciones intermitentes, pero no se concretan acuerdos ni se ha pactado una mayor representación política. El martes 25 de noviembre, con una orden judicial en mano, la policía desalojó el barrio de Mong Kok e hizo 80 arrestos. Arrestaron a Joshua Wong de nuevo, que fue liberado bajo fianza el jueves 27, pero tiene prohibido por orden judicial entrar al sector de Mong Kok y se le ha imputado el delito de obstruir el trabajo de la policía.

No hay más campamentos numerosos en las calles Hong Kong. Parecería que las protestas mueren lentamente, pero los líderes estudiantiles y de Occupy Central conservan la esperanza de lograr concesiones.

Mucho depende de las decisiones que tome Xi Jinping, el hombre más poderoso de Asia y quizás también del mundo, si tenemos en cuenta que su influencia no se ve limitada por el equilibrio de poderes de un sistema democrático.

“Xi Jinping es como Mao…”, me dijo Edward Chin, quien representa ante Occupy Central a los financistas y banqueros. Él mismo fue director de un fondo de apalancamiento británico en Hong Kong. “… quiere acaparar todo el poder para él”. Chin respondía a la mayoría de las preguntas sin mirarme directamente. A menudo parecía leer un libreto. “El sistema comunista no es comunista. Es una máquina totalitarista que está favoreciendo a una clase de delfines”.

Xi Jinping no es un demócrata pero sí se perfila como un reformista. Se identifica con Deng Xiaoping, uno de sus más famosos antecesores, porque modernizó al Estado y a la economía, pero Xi no cabe en el molde del comunista reaccionario ni del audaz reformador que coquetea con la democracia: es un poco de lo uno y de lo otro.

La situación de Hong Kong sugiere una pregunta bastante amplia. Al ser esta ciudad una democracia incompleta, donde hay unos elementos y otros no, es inevitable pensar en los puntos medios. ¿Qué es más valioso en una democracia: el sistema de una-persona-un-voto para elegir a la cabeza del Ejecutivo, o la libertad de prensa y expresión? ¿La libre postulación de candidatos o la independencia de poderes? ¿Acaso la competencia entre partidos anula la unidad de propósito que permite cumplir metas a largo plazo?

Son algunas de las preguntas que el politólogo Nathan Gardels, coautor con Nicolas Berggruen del libro Gobernanza inteligente para el siglo XXI, se ha hecho durante los últimos años. “La fortaleza del sistema de China es su capacidad para desarrollar e implementar políticas a largo plazo, creando consenso en un partido mediante las consultas y el debate, en lugar de dividir al cuerpo político en elecciones competitivas. Aunque lo llaman ‘comunista’, el sistema en China hereda su larga ‘civilización institucional’, en la que la selección de meritocracia basada en competencia interna juega un papel tan importante como las elecciones en Occidente”.

La situación no es fácil de descifrar, menos en el contexto actual de las democracias del Primer Mundo, donde el combativo bipartidismo estadounidense frustra cualquier proyecto político ambicioso, la desesperanza de los electores europeos atemoriza a los parlamentos o radicaliza a los partidos, y la falta de instituciones globales con la suficiente autoridad hace aguas los intentos por resolver problemas apremiantes como el cambio climático.

Y, por otra parte, el poder excesivo que en América Latina se le ha dado al principio un-voto-una-persona ha permitido que, mediante referendos y reelecciones, los caudillos populistas debiliten la independencia de poderes y las libertades de prensa y expresión.

Entretanto, día a día, los estudiantes de Hong Kong se están jugando cada mañana y cada noche la distancia entre la esperanza y el silencio.

El historiador John M. Carroll, autor de Historia breve de Hong Kong, quien ha observado las protestas de cerca concluyó sus opiniones con respecto a las protestas con una sentencia que, hasta el cierre de esta edición, sigue vigente: “No soy particularmente optimista. Yo supongo que el movimiento de Occupy tan solo confirmará la creencia de Beijing de que las personas de Hong Kong no entienden bien el arreglo de ‘un país, dos sistemas’, y que no están preparados para tener más democracia. Sin embargo, estaría encantado de que el desarrollo de los acontecimientos arroje que no tengo la razón”.

Artículo original publicado en Mundo Diners.

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