Una novela china (segunda entrega)

In by Andrea Pira

¿Es Chen un verdadero artista o un completo fraude? En esta segunda entrega de Una novela china, César Aira vuelve a sus tópicos predilectos: las conversaciones, los cuestionamientos sobre el arte y los personajes misteriosos con varias caras. Segundo capitulo de nuestra entrega semanal de esta novela ambientada en la China rural.

2

-El respeto a las formas -decía Wen Tsi- no es tanto la conservación de lo mismo como la observancia del ritmo con que lo mismo adopta formas diversas. Ahí es donde ha fallado Chen a mi juicio: desde el momento en que alguien puede preguntarse, como lo venimos haciendo nosotros, si su estilo es real o sólo un espejismo, el artista como tal deja de existir para la historia de la etiqueta; no importa que la respuesta eventualmente le sea favorable.

Era un hombrecito pequeño, muy pálido y arrugado, con una formación anticuada en la que creía de una vez para siempre, y que apenas si teñía imperceptiblemente una tenue puesta al día en marxismo. Se lo habría dicho un teórico en Emperatrices, un reductor de ciudades trasladado por error al campo. Salvo que usaba invariablemente ropa occidental: pullóveres de cuello alto, y pantalones de franela, bajo los cuales las sandalias y las gruesas medias de lana verde constituían un anacronismo más. Le gustaba hablar, y como era endiabladamente tímido sólo lo hacía en ocasiones muy íntimas. Siguió exponiendo su punto de vista, mientras sostenía con índices y pulgares una tacita de té.

-Chen como pintor falla en las exterioridades, y no debería asombrarnos que haya sido más apreciado en Occidente…
-No es exacto -acotó el señor Hua.
-… donde el desprecio de las formas ha llegado a constituirse en la razón de ser del arte. La manifestación de un dolor o un anhelo, tan alabadas en su pintura, no son sino construcciones mentales a cargo del espectador, y es precisamente de ese exceso de trabajo al que obliga de donde nace, por inercia, el trabajo suplementario en el espectador de preguntarse si su obra no será un fraude al fin de cuentas.

Esbozó una sonrisa seca, como si él mismo se hubiera convencido al fin con una buena argumentación. El señor Hua era delgado en la parte superior del cuerpo, pero con gruesas caderas de matrona.

-Mi honorable amigo -dijo-, confunde elementos distintos: sus razonamientos se aplican al dibujo de Chen, pero no a su arte de colorista y poeta de la construcción pictórica.
-No entiendo de sutilezas técnicas -dijo Wen Tsi, que se proponía demostrar precisamente que las entendía mejor que su interlocutor- pero si he podido entrar en la discusión, y apreciar la peculiar ambigüedad…
-¿Llueve? -preguntó Lu levantando la cabeza de su taza de té.
-Mmm… así parece -dijo brevemente el señor Tsi, y prosiguió-: … de su desatar los hilos antiguos de la etiqueta de los movimientos amplios de la naturaleza…

Su perorata, por un súbito mimetismo, tomaba la cadencia aburrida del ruido de la lluvia. Con su paso bamboleante, el señor Hua había ido a la ventana. Efectivamente, estaba lloviendo, y se preguntaba cómo lo habían adivinado, pues era un movimiento atmosférico tan mudo como el desprendimiento del polen. Pensó que la casa de Lu Hsin era un buen refugio, en cuyo interior se extinguían los ruidos, pero no tanto como para ocultarles el inconveniente de volver a sus casas, pues no habían traído paraguas; y como era primavera, inevitablemente se formarían charcos. Se quedó un momento en la ventana, vagamente incómodo.

Los tres amigos se reunían por lo menos una vez a la semana en casa de Lu. Uno de los temas sobre los que volvían siempre era el que los ocupaba en esta ocasión: un pintor de la época de decadencia de los Ming (principios de siglo XVII), Chen Hong-Cheu, de Che-Kiang. Su obra, especialmente su famosa serie de retratos, pero también sus escenas imaginarias, paisajes e ilustraciones de situaciones búdicas, mostraban rasgos acentuados de deformación, como en ningún otro artista de su época. Deformaciones tan constantes, y por momentos tan enigmáticas en cuanto a sus finalidades estéticas, que desde entonces se discutía sobre la realidad de sus dotes; bien podría haber sido, decía la voz escéptica de cada cual, que Chen hubiera sido un fraude, un torpe. La duda volvía más fascinante su obra, y el encanto hacía más difícil la resolución de la alternativa.

Aunque aldeanos, los tres amigos no posaban de eruditos; tenían la elegancia suficiente como para reconocer, siquiera implícitamente, que ponían en Chen Hong-Chen sólo sus deseos de conversar y las fluctuaciones de su imaginación.

Lo cual se probaba ahora mismo. La visión de la lluvia había causado melancolía en Hua, y se le ocurrió algo novedoso sobre el tema:
-Quizás -dijo- no es necesario que nos interroguemos sobre la verdad del estilo de Chen. Quizás bastaría con adivinar sus estados de ánimo.

Los otros dos lo miraron intrigados: después de tantas sutilezas, eso parecía un retroceso notorio.
-Las dos cosas van juntas -dijo suavemente Wen Tsi.
-En efecto. Pero no necesariamente para nosotros.

Lo pensaron. El dueño de casa volvió a servir té. Tenía una bata de sarga y un gorrito con el que cubría su calvicie bastante avanzada cuando temía que podía pescar un resfrío. Los tres encendieron cigarrillos, y consideraron el volumen de luz que entraba por las dos ventanitas de la sala. Era una luz gris, con cierta humedad por contagio imaginario: la luz peculiar de la lluvia, con su extra de esplendor, siempre tan discreto.

-Los estados de ánimo -dijo el señor Lu- son de quien los experimenta, efectivamente. Y con un estilo sucede lo mismo. Sólo que en ocasiones el estilo, como un dragón, se desliza sobre los estados de ánimo de la humanidad entera, como la luz sobre los objetos…
Hua sacudía la cabeza con gesto fatalista:
-No era a eso a lo que me refería.
Hua, pensaban sus dos contertulios, era un melancólico; por dentro era una verdadera señora; la forma de sus ancas no desmentía su modo de sentarse en el mundo.

Uno de los gatos se hizo notar de pronto, con un pequeño maullido. Como si lo hubiera oído, desde afuera respondió un pájaro, de los que se refugiaban en el alero de Lu los días de lluvia: una golondrina. El gato fue al centro de la sala, y lo siguió perezosamente el otro; los dos eran de un blanco amarillento, uno de ellos con máscara negra. El primero saltó al vano de la ventana y miró un instante, tal como lo había hecho Hua. Después volvieron a sus almohadones. Los sobresaltó un aleteo, y quedaron un rato con las orejas erectas. Había huecos en la inserción de las vigas del cielo raso, y las golondrinas debían de estar presentes también en la reunión, aunque ocultas.

Fue el turno de Lu Hsin de dar su propia opinión sobre el caso:
-A mi juicio, lo que propone Chen con la ambigüedad de su destreza, es nuestra comprensión. Se supone que al fin de una larga o breve deliberación ante sus obras, deberíamos llegar a una comprensión: es real, o es un fraude. Pues bien, en un sentido u otro, nuestra conclusión será incomunicable, por cuanto la comprensión misma es incomunicable. Y no me refiero a una pedagogía… Lo incomunicable lo es para con uno mismo. De ahí que somos nosotros mismos los que no comprendemos nuestra comprensión. -Hizo una larga pausa-. La misión del artista es hacernos comprender eso al menos, y creo que Chen lo hace bien.
Sus amigos asintieron.

Hua había seguido de pie (de hecho, uno de los gatos había ocupado su asiento) y había vuelto a la ventana. La lluvia era hermosa, aunque lo que veía era un paisaje anodino: la calle que se embarraba cada vez más, las casas de los vecinos, el gingko inmóvil de Lu, y arriba el ciclo uniforme, de un gris casi blanco. De pronto vio a dos mujeres que caminaban sin apuro por el medio de la calle, y eso le hizo pensar que en realidad no debía de estar lloviendo muy fuerte. Miró un charco redondo que se había formado en el patio delantero de la casa: caían gotitas constantes pero muy pequeñas. Después alzó la vista: las mujeres seguían aproximándose y ahora las veía con claridad. Por la apostura, eran dos montañesas: pequeñas, regordetas, con los gorros en punta y las trenzas unidas atrás. Una de ellas era mucho más gorda y alta, la otra debía de ser una niña; pero se parecían, como se parecían todas las montañesas entre sí, al punto de hacerse indiscernibles. Las dos traían capas de goma, y cuando se entreabrían los bordes Hua podía ver el traje multicolor de sus etnias. Era la ropa anticuada que les era peculiar… Y que lo anticuado fuera pobre o no, dependía de los grandes movimientos de la cultura, estaba fuera de los gustos personales. En este caso, estaba en el punto preciso de la neutralidad: lo anticuado ya no era signo de riqueza como antaño, y todavía no era señal de atraso como seguramente lo sería dentro de pocos años. Ese frágil equilibrio era la señal más patente de que el país había entrado al fin (¿después de cuántos milenios?) en la Historia. Todo eso ponía horriblemente triste al matronil señor Hua. Eso, y que tuviera que mojarse para volver a su casa.

Ya sólo esperaba que las mujeres pasaran de largo para volver a sentarse, cuando las vio, con considerable sorpresa, entrar por entre los sauces del señor Lu. Desaparecieron de su campo de visión y un instante después se oyó la campanilla, que hizo aletear a los pájaros ocultos y maullar a los dos gatos.
-Son dos montañesas -dijo ante la mirada interrogativa de los otros. No se imaginaba qué podían venir a hacer.
Lu se levantó con agilidad y puso la tacita en la bandeja con cierta torpeza:
-Oh -dijo-. Son la señora San, y Bao.

Salió a atenderlas. La puerta del frente daba directamente al exterior, apenas disimulado por un biombo bajo. Los dos caballeros sentados vieron por encima el gorrito de Lu, en la luz, y sintieron la corriente de aire. Los dos gatos desaparecieron. Se oía una conversación en voz baja, con consonantes gruesas por parte de la voz femenina. Duró poco. La puerta se cerró y tras un instante de absoluto silencio apareció Lu, ligeramente encorvado. Traía en las manos tres melones silvestres, del tamaño de ciruelas grandes. El señor Tsi arqueó las cejas: esos melones, bastaba con salir a buscarlos. Era curioso que a alguien se los trajeran bajo la lluvia.

Lu volvió a preparar té, y como comenzó a llover con más fuerza insistió en que sus amigos se quedaran. Puso un disco en el fonógrafo, y encendieron más cigarrillos. La incomodidad del incidente, si es que no había sido una ilusión, se disolvió pronto. Tanto, que sus amigos arriesgaron algunas ironías, muy veladas. Quizás esa señora a la que no habían visto prácticamente, gozaba de las simpatías del señor Lu. (Callaban la otra posibilidad, mucho más fehaciente: que la señora vendiese los favores de su hija adolescente casa por casa, como se sabía que hacían las montañesas, y el retraído señor fuera uno de sus clientes.)

Uno de los gatos, el de la máscara, por algún motivo prefería al señor Wen. Lo que no dejaba de ser curioso, pues este hombre era seco y sin simpatía alguna. Pero el animalito venía siempre a sus pies, se hacía un lugar en el asiento, se frotaba contra él. De ahí sacaron ciertas reflexiones suavemente burlonas:
-Es impredecible la simpatía de los genios de la naturaleza…
Sé reían, y oían la voz de Yvette Gilbert en los viejos discos, ligeramente ronca y con su dejo de misterio.

Afuera llovía, y con el caer de la tarde la luz disminuía en intensidad, aunque no en brillo, y las golondrinas misteriosas combatían en sus refugios del techo.

Esa noche después de cenar, Lu Hsin reflexionaba en lo que había sucedido. A esta hora el negro cerrado de la noche promovía el pensamiento, incluso con cierta densidad que él se permitía de vez en cuando. Se preparó un té y salió a beberlo al patio. Había dejado de llover al anochecer, y los vientos del este habían barrido las nubes. Era una noche sin luna, pero diseminada de astros muy brillantes. Caminó hasta abajo del gingko y miró el cielo entre sus delicados encajes de follaje. Dejaba que el vapor de su tacita de te subiera hasta las pequeñas hojas palmeadas, esa humedad caliente aterciopelada por la luz de acero de las estrellas.

Los giros de burla reticente en sus amigos le habían dado una idea… aunque todavía no sabía bien cuál. Como muchos seres extremadamente inteligentes, actuaba siempre por reacción. Sólo que elegía cuidadosamente (y en este punto no estaba para nada entregado a las manos con frecuencia torpes del destino) las circunstancias a las cuales reaccionar.

Desde hacía un tiempo, unos meses, un año todo lo más, no había llevado la cuenta, Lu había concebido una pasión violenta por Bao, la hija de la montañesa que le traía ágatas. Pero había descartado ese sentimiento como un sueño o una fantasía, algo que en realidad no le sucedía enteramente a él… pero podría sucederle. No excluía la posibilidad. Era una jovencita de catorce o quince años, que casi nunca hablaba. Lu Hsin había mantenido el contacto con la madre aun cuando no necesitara su provisión, e incluso había llegado al absurdo de comprarle frutos silvestres, simulando una predilección que no existía.

Ahora, gracias a la intervención casual de sus invitados esta tarde, vio de pronto que podía ir al otro lado de su burla, perfectamente… Al otro lado incluso de sus sospechas, si es que las habían concebido.

Había algo que volvía irreal a Bao, algo que de todos modos resultaría difícil (en rigor, imposible aun al más largo plazo) de superar, y era lo que hoy día se llamaba, siguiendo la moda francesa, la cuestión racial. Bao era una típica montañesa, casi indiscernible de las demás, y en ese caso, ¿cómo podía decir que se había enamorado de ella? Bao misma se perdía en la multiplicidad que representaba, o que otras representaban por ella.

Bebió un sorbo de té, y salió de abajo del gingko. Aun en la oscuridad podía desplazarse por su patio sin tropezar. Sólo que sentía la humedad bajo las sandalias. Dio la vuelta a la casa que era en realidad una casa de muñecas, no sólo por pequeña sino por la vida ligeramente fantástica que llevaba en ella su dueño solitario y pensativo, sin el ancla de un trabajo penoso: era precisamente, pensó, la irrealidad que caracterizaba todo el caso. Desde la huerta del fondo podía ver las montañas. Cuando alzó la vista hacia ellas le sorprendió ver la luna, plena y muy brillante, rodeada de halos superpuestos, sobre los picachos lejanos. "Así tenía que ser", pensó con una sonrisa, "una noche sin luna, con la luna brillando en el cielo."

Las montañas se alzaban muy cerca, pero no interrumpían la visión sino que se multiplicaban sobre el plano y se extendían a lo lejos, casi como si se las contemplara desde lo alto, al modo chino. Estaban calladas, ausentes, con nieblas propias. La oscuridad las hacía más pequeñas; pero eran grandes, muy grandes. La cadena era todo un país por su amplitud y por su sociabilidad. Los montañeses eran pastores autosubsistentes: desde las ciudades se los veía como un reto a la vida cotidiana, y últimamente una amenaza a la Revolución, aunque de esto nadie estaba seguro; la mala conciencia los presuponía desdeñosos. Eran los proletarios absolutos, y quizás podrían llegar a reírse de los ciudadanos convencionales y civilizados que iniciaban el trabajo de salir de un estado del que ellos representaban el paradigma.

Las mujeres eran las únicas que bajaban a comerciar a las aldeas de Hosa, y del otro lado, a Hen Kio P’ao: fuertes, sólidas, con algo de inaccesibles. Los ojos muy separados, las orejas inverosímiles de tan pequeñas, el pelo brillante siempre peinado igual, en dos trencitas que se unían en la nuca, y las camisolas de colores. Se decía que provenían del tronco originario manchú, pero era un rumor difundido por los cronistas antiguos, viciados de imbecilidad.

Lu terminó su té, echó una última mirada a la luna que parecía rodar impulsada por el aliento de los dragones, y se fue a dormir, pensando que por efecto de la ironía de sus amigos se había enamorado al fin.

Durante los meses que siguieron, Lu volvería a mirar con frecuencia las montañas, lleno de ensueños vagos que no trataba siquiera de explicarse. Cuando trabajaba en la huerta, solía sentir de pronto la súbita impresión de que debía mirar algo, algo sumamente interesante, y un repentino blanco en la mente le hacía ignorar de qué se trataba… Al alzar la cabeza veía inmediatamente la forma de las montañas y recordaba.

No hizo nada para ver a Bao con más frecuencia. Cuando venían la madre y la hija, él las atendía brevemente, hablando siempre con la primera, a la que poco a poco llegó a encontrarle cierta belleza; se decía que podría amarla: por lo pronto, amaría a Bao cuando tuviera su edad, y sería exactamente como era ahora la madre (no podía ni quería imaginársela distinta); pero para ello debía esperar todos esos años, y esperar con amor, no hacer ya el cortocircuito. De modo que, concluía, no podía amar a la madre. La muchacha permanecía callada, pero seguía la conversación con ojos vivaces; si es que podía hablarse de conversación. Se entendían penosamente. Lu Hsin no hablaba el dialecto de las montañas; ellas en cambio sí hablaban pasablemente el chino franco, con brutales deformaciones de acento. Era curioso pensarlo, pero esas mujeres eran bilingües, y lo eran por una cuestión práctica y cotidiana. Él en cambio sabía cinco o seis idiomas, muy lejanos, pero los utilizaba con fines tan volátiles como leer a Kant, o a Stendhal, en sus respectivos originales.

Los encuentros eran siempre expeditivos: algún intercambio de las rústicas gemas de los arroyos, o de hierbas (parecían confundirlo con un farmacéutico); Lu era invariablemente cortés, como lo era con todo el mundo. Cuando por casualidad veía a alguna otra montañesa por la aldea, sentía cierta impaciencia consigo mismo. Pensaba, sin entrar en detalles, que bien podía darse la circunstancia de que confundiera a su supuesta amada con otra.

Así pasaron las estaciones: el verano, el otoño… Las nieves fueron tempranas este año, y pasaron meses sin que las mujeres bajaran a la aldea. Se preguntaba dónde estarían. Las montañas estaban casi constantemente envueltas en frías nieblas, y todo parecía más lejano. A veces veía a otras montañesas, e incluso una vino a ofrecerle ágatas. Le preguntó por la señora San, y la respuesta fue inconducente. Cuando el tiempo mejoró, volvieron. Nada había cambiado.

Por momentos se preguntaba si realmente estaría enamorado. A veces dejaba jugar su pensamiento: la señora San era atractiva, y más de acuerdo a su edad (quizás incluso fuera menor que él). Podía tener marido, pero también podía no tenerlo. ¿Y si le ofrecía que viniera a vivir con él, como su concubina? Apartaba la idea con una sonrisa interior. No, no tenía sentido.

Eso lo llevó, muy poco a poco, a pensar en los aspectos prácticos de la cuestión. Precisamente en ese entonces se representaba en el pueblo una obrita de títeres titulada "El Ridículo Contra-Revolucionario". La vio más de una vez, y lo hizo reflexionar. Cuánto más ridículo era él, pensaba, con sus sueños informes de extraer de su medio semisalvaje a una joven, y proponerle un amor que ella ni siquiera sospechaba. Sabía cuál sería el hilo de los razonamientos que seguiría cualquiera de sus conocidos, pequeñoburgueses extraviados, como él, de hallarse en su caso: bastaba, dirían, con comprarle discretamente a la madre los favores de la hija, por una noche, o dos, o cualquier tipo de arreglo más o menos permanente, por ejemplo tomar a la joven como asistente de algún oficio inventado ad hoc, o simplemente como casera…

Pero no, no se trataba de eso. Toda su manera de ser estaba moldeada sobre la idea de la eternidad sagrada del matrimonio. No quería comportarse como un pequeñoburgués, pero tampoco soportaba la perspectiva de que lo tuvieran por un perverso. Y sin embargo, era alguna de las dos cosas, quizás las dos a la vez. En cuanto a pedirla en matrimonio… No entenderían a qué se refería. Y sería deprimente tener como suegra a esa señora analfabeta que había sido una bestia de carga toda su vida.

En una de las entrevistas habituales había encontrado a Bao fea, sin atenuantes. Posiblemente la jovencita se encontraba mal de salud: la vio ojerosa, la piel grisácea, los rasgos más marcados y vulgares, casi un anticipo de lo que sería al cabo de unos años, cuando se consumiera su gordura infantil y se ajara. Casualmente ese mismo día había visto por la aldea a otra montañesa, una mujer también joven, con una criatura en brazos, y lo había deslumbrado su belleza. La coincidencia le hizo comprender que el mal había llegado a lo más profundo de su mente. Había hecho todo el aprendizaje, y posiblemente ya no necesitaba que fuera Bao el objeto de su amor. Podía ser otra cualquiera, que le recordase algo de ella, por ejemplo su presencia. De todos modos, se aferraba a la hija de la señora San, para no extraviarse en sí mismo.

Pero la idea de que su sentimiento se había liberado le provocaba una euforia difusa que permanecía en el. Era el hombre-santuario, el tabernáculo de la pureza. Y cuando alzaba la vista a las montañas, veía también en ellas a la pureza, y comprendía algo mejor a los paisajistas antiguos y su predilección por las montañas. Le gustaba más que nada verlas acunarse entre la niebla, que ya se hacía menos espesa, más graciosa, la niebla monumental pero liviana de la primavera incipiente. Advirtió que se había pasado un año entero mirando las montañas: el ciclo de las estaciones volvía al punto inicial. Y si en algún momento de su vida se había considerado un frustrado paisajista, ahora sabía que no era así. Estaba más allá de la práctica de la pintura. (El viejo mecanismo, otra vez.) Había logrado reunir en un solo haz de ensoñaciones las artes tan distintas del paisaje y el retrato.

Lu Hsin tenía una vecina con la que conversaba ocasionalmente, la señora Kiu, esposa de un corredor de artículos de aluminio. Era una cultivadora compulsiva, con un fantástico jardín que nadie pisaba sino ella. Lu solía prepararle, a su pedido, algunos rocíos contra los insectos. Un día que conversaban en la calle, la charla tomó, quién sabe por qué, el camino de las montañesas, y la señora Kiu manifestó su compasión pesadamente despectiva por el estado de barbarie en que vivían, ejemplificándolo con la joven Bao Jin, la hija de la señora San; la frecuentaban a ella también, efectivamente: le traían gajos que creían raros, y casi nunca lo eran para esta activa botánica práctica. El señor Lu trató de no mostrar un interés demasiado patente, pero se cuidó de no dejar morir el tema.

-Esa pobre niña -dijo la señora Kiu- estuvo a punto de morir este invierno a consecuencia de un aborto realizado en las peores condiciones…
-Oh -dijo la voz seca de Lu Hsin, que a él mismo le pareció ajena.
La buena señora se explayó: no era el primero de tales desdichados inconvenientes que sufría esa jovencita, a pesar de sus pocos años. Y siguió hablando, imperturbable, de otros males, por ejemplo el incesto, responsable de que quedara encinta todo el tiempo. De ahí pasó a consideraciones más generales sobre la raza montañesa, y al fin Lu Hsin le preguntó cómo se había enterado de todo eso.
-Les pregunté, simplemente -respondió la señora Kiu-. No tienen el menor empacho en explicar sus males al primero que se los pregunte, etcétera, etcétera.

Lu Hsin se sintió comprensiblemente abrumado. De pronto su interés en Bao se había evaporado, por lo que no debería sentir una preocupación desmesurada en ese sentido. Pero percibía todo el ridículo de sus pretensiones, mucho mayor del que había supuesto aun en sus reflexiones más pesimistas.

En especial lo hería el hecho de que las cosas hubieran tenido lugar bajo sus mismos ojos, y él no hubiera sabido verlas. ¡Qué ineptas se probaban sus ensoñaciones sobre el arte de la pintura! Había cometido el error inicial del mal pintor: no había captado el sentido de las visiones. Sí, posiblemente lo había obnubilado el amor, o lo que él había tomado por tal, pero aun así…

Trató de olvidarse de todo el asunto. Por suerte, había otros motivos de atención. La provincia se movilizaba en una actividad política sin precedentes, y él mismo comenzó a interesarse, deliberadamente. Siempre le había apasionado la cuestión hidráulica. En la historia, la hidráulica había estado siempre en la base de todas las burocracias eficaces. El Imperio había construido su maravillosa red estatal a partir de los trabajos a que obligaba el riego intensivo para el cultivo del arroz. Y la nueva administración no renegaba en absoluto de ese aspecto del pasado, más bien por el contrario. El gobierno revolucionario central había hecho todo lo posible por restaurar, y en lo posible superar en perfección, la trama de funcionarios de la época Ming, cuya decadencia, lentísima, era prueba fehaciente de excelencia.

El año anterior había comenzado la planificación del aprovechamiento del Qu para la agricultura. Era un río que unía los valles centrales entre las dos cadenas paralelas de las montañas Verdes, y la región de Hosa. El debate sobre la magnitud y la implementación precisa de estos trabajos agitaban la provincia. Cuando se pusieron en marcha, era fácil ver que la fisonomía social del área cambiaría drásticamente. Los montañeses mismos se verían arrancados de su inmovilidad de milenios, cuando todas las laderas inferiores comenzaran a recibir el riego y se crearan las plantaciones.

Lu Hsin fue invitado a formar parte de la comisión vecinal que trataba el asunto, y no tardó en volverse el cerebro del grupo, y su directivo más lúcido. Estas actividades, y la perspectiva de transformación que se cernía sobre los montañeses, lo llevaron a repensar su caso personal bajo una luz más objetiva. Su error, se dijo, había sido pensar que su situación podía resolverse con una movida individual. Ahora las consideraciones de la etiqueta, que siempre son individuales pese a su trasfondo social, le parecían fuera de lugar. Había estado pensando en la cabeza de gente como esos patéticos amigos suyos, Hua P’i-p’ei o Wen Tsi, con su absurda vacilación entre las formas de una elegancia con la que habían soñado sus antepasados (ni siquiera ellos) y una pretendida puesta al día en teoría marxista, que en realidad se les escapaba por completo. Por otra parte, ahora que comenzaba a tomar un contacto más estrecho y cotidiano con los jóvenes revolucionarios, los veía, lisa y llanamente, como caricaturas del amor. Y no sin cierta sorpresa, advertía que ellos en él veían, a través de los velos de un desconocimiento que incluso tomaba el carácter de una carencia léxica, el emblema mismo del amor, y paradójicamente lo respetaban por eso. "Si fue el amor quien me dio mi inteligencia", se decía el señor Lu, "sólo el amor podrá quitármela momentáneamente."

Se trataba, en fin, de otra cosa: antes de pasar, como había soñado con hacerlo, a la faz práctica, debía resolver la posibilidad misma de su amor, en los términos más generales, y desde los principios mismos. Cuando llegó a esta conclusión, supo que la joven Bao Jin se perdía definitivamente de su pensamiento; la imagen de la joven, que él había leído en el cielo durante largos meses, se escapaba por un desagüe misterioso, y ya no quedaba nada por hacer con ella. Se sintió invadido de una pacífica indiferencia.

Mientras tanto, sus ocupaciones en la comisión de estudios lo habían llevado a otros campos, entre ellos el de la educación pública. Se adelantaba a sus conciudadanos, que no veían en el riego otra cosa que una multiplicación de la suculencia de la tierra. Lu Hsin se asombraba de que no presintieran todo lo que sobrevendría en términos de efectos. Se entusiasmaban con el presente, y no comprendían que adelantarse era el único modo de estar en el presente. Su mente siempre había funcionado así. Redactó un complejo programa de educación que había preparado él solo, en algunas vigilias meditativas. Había ideado un curriculum totalmente novedoso, espiralado alrededor de dos núcleos correlacionados: la botánica y la climatología. De ese modo la enseñanza se regionalizaría inevitablemente, y el Partido dispondría de cuadros idóneos para la respuesta a los cuantiosos enigmas que provocaba una red burocrática extensa, a la vez fluida y flexible, y que respondiera al menor sismo en las remotas distancias.

Hacia mediados del verano tomó la resolución de viajar a Pekín a exponer su programa de innovaciones; había recibido repetidas invitaciones para hacerlo. El día de la partida fue a la estación de Hosa-Han al mediodía a esperar el tren que lo llevaría a la capital de la provincia. Hacía un intenso calor, y el silencio del campo se extendía sobre la pequeña estación. El señor Lu era el único que esperaba, bajo un paraguas. No llevaba mucho equipaje, sólo un bolso de rafia con una muda de ropa. Había venido caminando con bastante anticipación, y acababa de tomar dos tazas de té con el jefe de la estación. Tenía la vista clavada en los ríeles, que a cierta distancia se volvían un puro resplandor lineal, y se sentía algo adormecido; un sentimiento que le agradaba experimentar cuando estaba de pie. La región de Hosa era privilegiada por disponer de ese ferrocarril que la recorría en su totalidad, paralelo al trazado caprichoso de las estribaciones de los montes. Precisamente se lo había construido, cuarenta años atrás, para que la familia imperial, que veraneaba en las alturas de Heng Pia’ng, pudiera hacer el recorrido hasta el embarcadero en el Kian disfrutando del espléndido paisaje de las montañas.

El silencio se interrumpía regularmente por unos pitidos agudísimos, ligeramente discordantes. A su modo, se fundían con el silencio que cortaban, como condensaciones súbitas y necesarias, goteos, de la luz intensa del mediodía. No había sonido más coherente con esa luz. Lu salió de su inmovilidad y caminó lentamente en una dirección cualquiera, por el andén. Los gritos eran de los faisanes del criadero de la estación. Desde aquí no los veía, pero adivinaba sus movimientos nerviosos e insomnes, y sus dorados espléndidos…

En ese momento, tuvo una idea abrupta, que le llegó con tal intensidad que, por un momento, quedó atontado. Quedó largo rato mirando el vacío, perfectamente inmóvil. Supo que había tenido una iluminación, amplia y perfecta, y toda su vida se le había aparecido bajo un resplandor inigualable.

Con un temblor, en medio de la canícula, comprendió que había estado a punto de cometer un error, de dar un traspié fantástico, mucho más grave que todos los anteriores, que más que errores ahora se le aparecían como vacilaciones. Supo que debía seguir adelante, avanzar, más allá de su historia personal, avanzar con su vida entera, en bloque, llevar el mecanismo a sus últimas consecuencias. En efecto, ¿por qué renunciar al amor? Si debía resumir en pocas palabras lo que se le había ocurrido, era en estos términos: la vida no tiene demasiada importancia y, sin embargo, con ella se puede hacer algo sumamente atrevido.

Les dejamos un video del autor hablando sobre su obra. Si están en China, les recomendamos el uso de VPN.

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