Primeras y recientes vistas desde Japón

In by Andrea Pira

En estos días en que se conmemoraron los 60 años del fin de la ocupación de las Fuerzas Aliadas en Japón, visito Tokio, ciudad que habité durante cinco años. Caminando por Roppongi, distrito cuyo origen está ligado a la posguerra por haber sido uno de los barrios donde se congregaron las legaciones extranjeras, y el primero consignado como zona de entretenimiento para extranjeros (en ese entonces las Fuerzas Aliadas del Ejército de Ocupación Estadounidense), me encuentro con una exposición de fotografía en el Fujifilm Square que se titula The Face of Showa Japan (El rostro del Japón Showa).

Showa, que significa “paz ilustrada”, es paradójicamente el nombre de una época llena de turbulencias. Se inicia en los últimos días de 1926 y en ella ocurren la expansión militar japonesa en Asia, el nacionalismo imperial japonés, la confrontación con Estados Unidos y sus aliados, la derrota tras el lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, el inicio y fin de la ocupación norteamericana, los precarios años de la posguerra, las movilizaciones sociales, el milagro económico, el surgimiento de la burbuja financiera a mediados de los ochenta, y la muerte del emperador más controvertido en la historia moderna de Japón, Hirohito.

La exposición está formada por imágenes en blanco y negro que fueron publicadas en distintos periódicos y revistas importantes de la época por ocho fotógrafos: Ihei Kimura, Ken Domon, Hiroshi Hamaya, Tadahiko Hayashi, Kioshi Sonobe, Shigeichi Nagano, Takeyoshi Tanuma y Keisuke Kumakiri. Todos ellos retrataron durante esos años de desorden, de batallas, de escasez y de reconstrucción, no sólo a personajes famosos de la cultura, del espectáculo, de la política y de los deportes, sino también a gente común y de distintas edades, en escenas de la vida cotidiana, la mayoría conmovedoras.

La narrativa de la serie de fotos elegidas captura un sentimiento con matices a veces llenos de oscuridad y de derrota apabullante, pero otros más de luz y de renacimiento en una sociedad que se levantó sobre las cenizas de la desgracia y la desolación, frutos del fanatismo militar de sus gobernantes, y de los bombardeos de un ejército extranjero y victorioso a lo ancho y largo de la capital japonesa.

La primera foto que llama mi atención —aunque no la primera en el orden de la curaduría— es la de una gigantesca Torii plantada sobre lo alto de una cuesta de arena muy ancha. Inmediatamente reconozco la Torii, esa especie de puerta hueca erigida en cada santuario sintoísta para marcar el inicio del recorrido hacia el altar donde se venera a los kamis (dioses); es, sin lugar a dudas, la que se encuentra en el santuario de Yasukuni.

Me acerco a la foto para confirmar lo que ya sé: la imagen es de Ihei Kimura, uno de los más importantes fotógrafos documentales de Japón. Fue tomada en el otoño de 1945, dos meses después de la rendición japonesa. Lo peculiar de la imagen no es lo descomunal de la puerta hueca, ni los árboles famélicos enfilados a su espalda, tampoco la estatua erigida que se ve a lo lejos y que queda casi al centro de la Torii como si la enmarcara a propósito. Lo singular es la reverencia de 90 grados que hacen dos mujeres y un hombre al pie de la cuesta, y el letrero en inglés a su derecha.

En una corta pero contundente frase en letras capitales se lee: off limits to all allied personnel and vehicles (Límites para todo el personal de las (fuerzas) aliadas y vehículos). Y entonces recuerdo mi primer encuentro con ese santuario. Tenía exactamente dos semanas de haber llegado a Tokio. Eran los primeros días festivos de mayo de 2002. Salí con Aurelio a pasear en bicicleta para conocer los alrededores del nuevo barrio. En Tokio descubrí lo fácil que era andar en bicicleta; hacía que uno quisiera seguir más allá y perderse sin pensar en el tiempo y en el mapa entre sus callejuelas, la mayoría sinuosas, angostas y circulares, pero ordenadas.

Avistamos una cuesta flanqueada por enormes y hermosos árboles de ginkgo perfectamente alineados, esos árboles que son de un sólo linaje y no pertenecen a otras familias, salvo a dos ya extintas, y que son fósiles vivos. Emprendimos la cuesta, pero a media subida bajé de la bicicleta y seguí el camino andando. Aurelio, en cambio, tomó vuelo y se adelantó. Lo vi alejarse sobre un camino muy largo y cruzar dos enormes estructuras de metal bronceado que daban la impresión de ser entradas, separadas una de la otra por cerca de 200 metros de distancia, hasta que lo perdí de vista en una gigantesca puerta de madera con tres entradas.

Las puertas eran las llamadas Sanmon, que al verlas traen a la memoria la primera escena de torrencial lluvia que aparece en Rashomon, la película de Akira Kurosawa. Cuando me acerqué a la segunda estructura de metal me percaté de que un anciano se dirigía hacia mí, gesticulando, levantando un brazo con movimientos bruscos. De pronto lo tenía frente a mí y desperté de la confusión de señas que lanzaba. En mi cara y sin dejarme avanzar vociferaba “guetauto”, “guetauto”, “guetauto”.

La violencia de la escena me hizo recular e intentar entender lo que decía, pero él continuaba con su cantaleta. Finalmente entendí: me estaba diciendo que me fuera, que saliera de ahí: “guetauto” era get out en un acento japanglish o waseigo, como llaman en Japón a las palabras japonesas que se forman a partir de palabras inglesas. Temerosa por mi nulo japonés para defenderme y sin saber qué hacer, salí con la bicicleta, sintiéndome naturalmente humillada, a esperar en una calle cercana a que Aurelio saliera.

El sitio, no lo sabía, era el santuario de Yasukuni, un espacio sagrado para venerar a los espíritus de los soldados japoneses caídos en las guerras por defender la causa imperial. La verdad es que antes de encontrarnos con las enormes puertas de madera, desde que emprendimos la larga cuesta, creímos que era un parque. Tal vez lo que más molestó al anciano que me increpó fue que entráramos con bicicleta y con nulas maneras de respeto, pero no teníamos idea de dónde estábamos parados.

Cabe mencionar que en ese entonces ya no había ninguna clase de letrero en inglés, como el de la foto tomada por Ihei Kimura, que anunciara qué lugar era y cómo debía uno entrar. Días después, un amigo japonés al que le conté la experiencia me habló sobre el lugar y los nacionalistas que suelen rondar el santuario en camionetas negras adornadas con banderas marciales del sol naciente, y soltando desde sus altas bocinas consignas y música de la época de las guerras imperiales. También me habló de ciudadanos simpatizantes con la causa nacionalista que se pasean por ahí y creen que todo extranjero que se acerca es norteamericano, y que en ocasiones puede pasar lo que me sucedió.

Me explicó que si volvía a sucederme, aclarara en seguida que no era norteamericana, sino mexicana. No sé si la aclaración hubiera servido de algo ante un furibundo nacionalista. Regresé incontables veces, la primera un poco temerosa, pero nunca más me volvió a suceder algo parecido.  

Con la restauración Meiji, el emperador, que hasta entonces estaba recluido en su palacio en Kioto, destinado en la corte para interpretar el papel de garante de la cultura y las tradiciones japonesas, se traslada por primera vez a la renombrada capital: Tokio (antes Edo), una vez que el gobierno ya no está en manos del Shogún. En esos mismos años, a unos pocos kilómetros del palacio imperial y como parte de la nueva tarea de consolidar un Estado-religión que privilegiara el culto al emperador, se construye un santuario para recordar a los hombres que murieron por la causa imperial en la “guerra civil Boshin” (la batalla que provocó el ocaso del ancient régime en poder del Shogún y sus fieles samurais). Al sitio se le dio el nombre de Yasukuni, que literalmente significa “nación pacífica”.

En su origen tenía el fin de venerar a los héroes caídos durante los turbulentos acontecimientos de la restauración Meiji. Posteriormente sirvió de sostén para consolidar y fortalecer el discurso de la unión nacional como base de la fuerza militar que necesitaba el Japón imperial en su misión para colonizar Asia y mostrar su poder a las potencias extranjeras que rondaban la zona.

Tras el primer conflicto con la ya precaria dinastía Qing a propósito de una expedición japonesa a unas islas cercanas a Formosa en 1874, donde murieron miembros de su flota naval, se comenzó a honrar, en el mismo santuario, a todo soldado abatido por la causa imperial. El santuario, que a la fecha causa revuelo entre quienes en otro tiempo eran los enemigos declarados del Japón imperial, concretamente China y Corea, le rinde culto a los espíritus de más de dos millones 460 mil combatientes, incluyendo a los clasificados como criminales de guerra. Pero uno no termina de entender ese culto y la reverencia que hacen sus fieles o simples paseantes frente al complejo sagrado hasta que visita, a su costado, el Museo Yushukan (Museo Militar), de estilo neorromano, construido en 1882 y diseñado por un arquitecto italiano.

El recorrido se abre con la cita de un texto clásico chino: “Cuando un caballero se establece, debe elegir cuidadosamente a sus vecinos. Cuando un caballero se involucra en las relaciones sociales, debe buscar la compañía del erudito” (La exhortación al estudio). Así el museo alberga artículos, notas sobre las vicisitudes y sentimientos de los héroes de guerras civiles y extranjeras; ilustra los acontecimientos de la guerra y su relación con la doctrina del culto al emperador para defender el imperio del Sol Naciente. Y como toda historiografía, la de la historia registrada en las quince salas cuenta una versión particular: la versión de las guerras en obediencia al mandato imperial.

La narrativa del museo comienza con una sala dedicada al espíritu samurai y culmina con una larga serie de fotografías de los soldados caídos durante la Guerra del Pacífico o Gran Guerra del Este de Asia, según la ideología que así la nombra. El recorrido por las salas da cuenta de todos y cada uno de los acontecimientos históricos que dieron forma al Japón imperial y colonial durante la primera parte del siglo XX, incluida la sala dedicada a los logros y preceptos de la familia imperial que moldearían el espíritu de sus súbditos. En la primera sala, titulada “El espíritu japonés”, hay sólo una caja de cristal en el centro, que contiene dos sables que fueron usados para proteger el palacio imperial en la época Heian. En el muro del fondo de la caja está grabada una línea circular que forma un sol puro y cristalino.

A la caja la flanquean cuatro poemas más escritos en telas largas colgadas en cada esquina de la sala, los poemas escritos por príncipes o eruditos que lucharon en batallas son alusivos a la veneración y a la fidelidad por el emperador y Japón. “¿Por el soberano y el mundo salvaría mi vida, cuando sacrificarse por ellos es tan digno?”. Príncipe Munenaga. “¿Qué es el Espíritu de Yamato de estas Islas? Es como los cerezos que florecen en el sol de la mañana”. Motoori Norinaga. “Las vidas dolorosas de quienes se preocupaban por su país, se esforzaban más y más protegiendo la Tierra de Yamato”. Mitsui Koshi. “Moriremos en el mar, moriremos en la montaña, de cualquier manera, moriremos al lado del Emperador, nunca retrocederemos”. Otomo no Yakamochi. La segunda sala, titulada “Los pilares de nuestra nación”, muestra de manera sumamente breve, con catorce dibujos, a notables personajes de la historia antigua y moderna rodeados de toda clase de indumentaria, de flechas y de espadas.

Llama la atención la ficha sobre la emperatriz Jingu (siglo III), porque enfatiza escuetamente que fue una gran promotora de la expansión en ultramar, que en ese entonces era hacia Corea. Están también las fichas y dibujos de los tres grandes unificadores de Japón, los líderes guerreros Oda Nobunaga, Toyotomi Hideyoshi y el shogun Tokugawa Ieyasu, resaltando en uno de ellos sus conquistas y expediciones, también en Corea. La sala es muy pequeña pero resalta una cosa más: dos ataques de los Mongoles sobre Japón en la era Kamakura (siglo XIII) que repelió Hojo Tokimune ayudado por un tifón que nombraron kamikaze, literalmente “viento divino”. El mismo nombre que adoptarían los “aviones suicidas” en la Guerra del Pacífico. A partir de la sala tres se devela el leitmotiv que acompañará al Japón imperial desde la restauración Meiji: la amenaza del exterior a partir de la llegada de los “barcos negros” al mando de comodoro Perry (el mismo que durante la intervención de Estados Unidos en México llegó hasta puertos del estado de Tabasco) y que obligó a dejar el aislamiento y la relativa paz que durante cerca de 200 años mantuvieron los shogunes. De esta manera, las subsecuentes salas toman forma a partir de la real amenaza que va encarnando la invasión de las potencias occidentales sobre Japón y toda Asia, y el llamado imperial de su liberación.

En el mismo museo se pueden ver dos grabados japoneses con los retratos del comodoro Perry. En uno aparece dibujado con una prominente nariz y ojos rojos demoniacos. Lo peculiar de la nariz es que es idéntica a la de un Tengu, personaje que aparece en las historias de mitos populares y que representa a un demonio nocivo que presagia la guerra. En otro grabado está dibujado con la clásica camisa de cuello militar pero con un detalle curioso: el cuello tiene diseños chinos. Los grabados, que en su mayoría retrataban actores del teatro kabuki, geishas, paisajes y barrios históricos, leyendas heroicas o pasajes literarios, ahora también servían como propaganda antiextranjera. Un eslogan de la época era “Respeto al emperador, expulsión de los bárbaros”.  

Desde que llegaron los “barcos negros” a las costas de Japón, la sensación de la amenaza del extranjero entra en el subconsciente colectivo de muchos japoneses. Se hacen conscientes de la diferencia entre lo extranjero y lo nativo, una diferencia que naturalmente hacen todas las culturas y que en Japón perdura hasta la fecha.

Aunque la propaganda antiextranjera fue fuertemente censurada desde la Ocupación Aliada y ya no es más un tema que predomine en Japón, durante mucho tiempo estuvo pendiente el estatus de miles de chinos y coreanos; primero, obligados a vivir en Japón por la política de inmigración colonial, y segundo, repatriados como “huérfanos o esposas de guerra” a Japón tras restablecerse las relaciones diplomáticas con Corea y China. Naoki Inose, escritor y político japonés, dice en sus crónicas de guerra entre Japón y Estados Unidos, The Century of The Black Ships, que “las circunstancias producen el estado de la mente en el que el enemigo de una nación es también un enemigo personal, que predomina cuando el sistema lo permite, al final, en cierto grado, los súbditos participan en política por iniciativa propia”.

La presión extranjera sobre Japón desde finales del siglo XIX provoca irremediablemente el temor de una invasión dentro de su pequeño y frágil territorio rodeado de agua; su necesidad de expandirse en ultramar no sólo pretende mostrar su poder frente al enemigo, sino también evitar que entre en casa.

En uno de los mapas exhibidos en el Museo Yushukan se puede ver cómo, durante el periodo de ofensiva de la Guerra del Pacífico, las fuerzas imperiales japonesas iban ganando terreno al grado de acercarse a Australia. Ya era su colonia toda la península de Corea, pero durante la guerra ocuparon la península de Malasia, la isla de Guam, Hong Kong, Singapur, Java, Sumatra, las islas Filipinas, Indonesia, hasta llegar a las Islas Salomón, cerca de Australia. La guerra pasó a la etapa defensiva que lo acercó poco a poco a la derrota cuando perdió Okinawa y la isla Iwo Jima y comienzan los bombardeos en su territorio, reduciéndolo a escombros y cenizas. *** Japón hoy es una democracia plena que hasta hace dos años ocupaba el segundo lugar en el mundo como potencia económica. Ha adoptado muchas cosas de occidente, preservando sus tradiciones y su cultura; en parte, porque su población es fundamentalmente homogénea y, en parte, por el estricto control migratorio que ha diseñado y mantenido.

Desde finales de la década de los sesenta, en plena consolidación económica, la inmigración, no sólo de Asia, llegó para quedarse temporal o definitivamente. En la década de los ochenta, en plena burbuja financiera, experimentó el mayor flujo de extranjeros en toda su historia y, por primera vez, cambió su política migratoria, inalterada desde la ocupación estadounidense. Aunque en Japón la población extranjera representa sólo cerca de 2 por ciento de un total de 120 millones, lo cierto es que es un país que no parece haberse acostumbrado a los extranjeros. Su condición geográfica de isla lo vuelve una especie de molusco dentro de su concha.

Edwin O. Reischauer, embajador de Estados Unidos en Japón en la década de los sesenta y fundador de los estudios sobre Japón en la Universidad de Harvard, señala acertadamente en su libro The Japanese Today: Change and Continuity que lo que define a la nación japonesa es la idea sobre “uchi” y “soto”: dentro y fuera. “Una persona es por raza, lenguaje, cultura y nación completamente japonés o no es japonés del todo”. Japón es de los pocos países en el mundo que otorga la nacionalidad bajo el principio jurídico de jus sanguinis (derecho de sangre) y no de jus soil (derecho de tierra). Justamente, su identidad ha sido moldeada alrededor de la idea de misma sangre, misma raza, mismo lenguaje y remarcando la diferencia entre lo de adentro y lo de fuera que, dicho sea de paso, contribuyó al esfuerzo político absolutamente deliberado de crear el mito de una nación pura que, a finales del siglo XIX y principios del XX, alimentó el naciente nacionalismo con las consecuencias ya conocidas. Hans Magnus Enzensberger, en su extraordinario ensayo “La gran migración”, escribe: ”Cualquier migración desencadena conflictos, independientemente de la causa que la haya originado, de la intención que la mueva, de su carácter voluntario o involuntario, o de las dimensiones que pueda adoptar.

Tanto el egoísmo de grupo como la xenofobia son constantes antropológicas previas a cualquier justificación, cuya difusión universal permite pensar que fueron anteriores a cualquier otra forma social conocida. Para frenar dichas constantes, para evitar continuos baños de sangre, para posibilitar un grado mínimo de intercambio y circulación entre clanes, tribus y etnias, las sociedades antiguas inventaron los tabúes y los ritos de la hospitalidad”.1 (1. Hans Magnus Enzensberger, La gran migración. Treinta y tres acotaciones, Anagrama, España, 1992, p. 17).

El incidente de mi primera visita al santuario de Yasukuni no me hizo caer en el cliché de que los japoneses son racistas o de que discriminan al extranjero. En general, en estos diez años viviendo en Japón no he tenido motivos personales para declararlo, ya sea por mi nacionalidad o por mi evidente condición de extranjera. Sin embargo, puedo asegurar que la mayoría de los japoneses no se acostumbra a ver que los extranjeros no sean sólo turistas o empleados con contratos de trabajo limitado. Así que irremediablemente se hace uno consciente de que es diferente a los ojos del japonés, sobre todo siendo un extranjero occidental. Muchos extranjeros que viven en Japón podrán confirmar que al interactuar por primera vez con un nativo se crea la sensación de que ellos piensan que en cualquier momento uno se irá, que no se quedará, y entonces su profunda y a veces exagerada hospitalidad cobra más sentido, como en el pasaje citado de Hans Magnus.  

El 15 de agosto de 1945, tras los dos bombardeos nucleares sobre la población civil en Hiroshima y Nagasaki, el Japón imperial se rindió y aceptó los términos de la Declaración de Potsdam. Ese mismo día, por primera vez, los japoneses escucharon por radio la voz del emperador Hirohito dando el mensaje del fin de la guerra. Meses atrás la radio no sólo emitía crónicas de triunfo y liberación en territorios del Pacífico asiático; también cada noche, desde 1933, tras la invasión a Manchuria, transmitía en vivo la ceremonia Shokonshiki, “la bienvenida de las almas”, la ceremonia de registro de los soldados muertos en el santuario de Yasukuni, para dar fortaleza al espíritu de los que quedaban en la lucha. Japón tiene que abrazar la derrota y convivir durante seis largos años con la ocupación de los aliados al mando del comandante supremo, el general Douglas MacArthur. Por primera vez en toda la historia de Japón la amenaza extranjera estaba en casa y al mando. Pero la figura del emperador, que se tornó humana, permitió que el trance no fuera mortal. La capital, como el resto del país, era un montón de escombros y cenizas.

“Los rostros del Japón Showa” que retratan los fotógrafos como Takahiko Hayashi, de mujeres y niños caminando entusiastas por el anuncio de una batalla ganada con banderas del sol naciente, ya no se observan. Tampoco los rostros de Ken Domon de japoneses en uniforme militar cruzando las calles entre mujeres ataviadas con ropa de campesinas (la vestimenta que debían usar todas durante la guerra). Ni aquellas imágenes de Hiroshi Himaya de mujeres en hermosos kimonos paseando por el barrio de Ginza o en ropa a la moda europea en el Ballroom Florida en Asakusa, un salón de baile donde se daban cita actores y bailarines al ritmo del boom del jazz. Ahora los rostros son de mujeres y hombres que, alineados en espera de una ración de arroz, pisan escombros, mientras los soldados del ejercito aliado son inconfundibles en las calles. Takeyoshi Tanuma retrata niños, seguramente huérfanos, esparcidos y aislados del resto de la gente en el parque de Ueno. Los mismos rostros de niños que aparecen en las escenas de la primera película de Yasujiro Ozu grabada después de la guerra, en 1947. La historia de un señor de la vecindad, es una película poéticamente cruel y a la vez tierna, donde Ozu revela en los personajes de un niño huérfano y una anciana el egoísmo y la indiferencia de una sociedad abatida por la guerra, que tiene que sobrevivir por sí misma entre la miseria y las inmundicias que quedaron. Ian Buruma, en el libro Inventing Japan, cuenta que cuando MacArthur salió de Japón tras ser removido por el presidente Truman, los periódicos agradecieron al comandante de las Fuerzas Aliadas por enseñar al pueblo de Japón “los méritos del pacifismo y la democracia”. Incluso el emperador Hirohito agradeció, al otrora enemigo, todo lo que había hecho por Japón, y fue despedido por niños, mujeres y hombres alineados con pequeñas banderas en su camino hacia Haneda, el aeropuerto.  

El fin de la ocupación llegó y los japoneses se encaminaron a dejar atrás los horrores de la guerra con trabajo y dedicación característicos de su cultura, para sacar a Japón de la miseria. Lo lograron en diez años: los Juegos Olímpicos son la tarjeta de presentación para estar de nuevo en la competencia, esta vez económica, entre los grandes. Los rostros que retrata Shigeichi Nagano son de hombres y mujeres que se uniforman, pero ahora para asistir a las fábricas de coches y de aparatos electrónicos en trenes o coches particulares. Se ha iniciado el llamado Izanagui boom. Izanagui, que en la mitología japonesa es una deidad asociada con el mito del nacimiento de Japón, invocó su renacimiento.

Japón es una sociedad conservadora; los dos partidos políticos que la han gobernado también lo son. Parte de abrazar la derrota frente a los poderes aliados fue aceptar una constitución que lo coloca como un país democrático, pacifista y sin ejército. Pero el temor a invocar los fantasmas del pasado, a despertarlo en ciertos grupos nacionalistas, que son pocos pero existen, a esos espíritus de los héroes a los que se venera por haber defendido su imperio, hace a los gobernantes japoneses vacilar y no tomar postura en temas pendientes con los vecinos que una vez colonizó y atacó violentamente, Corea y China, dejando que las emociones nacionalistas que imperan en esos países se cuelen y dirijan el camino del diálogo y la estabilidad de la región. Kioto, septiembre de 2012.

*Esta crónica fue publicada en la Revista ISTOR, en su edición de invierno número 51 dedicada a Japón página 167-177.



Monserrat Loyde es analista en temas internacionales que vinculan a Japón, China, las dos Coreas y Estados Unidos. Ha colaborado para el periódico "El Universal" de México y las revistas "Letras Libres" y "Foreign Affairs Latinoamérica",entre otras.
Se graduó en Relaciones Internacionales con una tesis sobre la colonia mexicana en Japón y estudió una especialidad en Arte y Gestión Cultural.
Su Twitter: @lamonse