Arturo Alvarado, un joven costarricense que vivió en Beijing durante cuatro años, comparte un relato que nos recuerda sobre los inviernos pekineses, el oficio de ser profesor de inglés en China, y la variada gastronomía que se puede encontrar en el gigante asiático, un país que ofrece miles de oportunidades, pero es necesario romperse el lomo, o "pellejearla", si se quiere ser exitoso.
Asumo que 20 grados bajo cero es muy frío para la mayoría de seres humanos; para mí lo es especialmente tomando en cuenta que casi toda mi vida me la he pasado bajo el dulce cobijo del trópico.
Ese era mi segundo invierno en Beijing; y de los cuatro que he sobrevivido ahí ciertamente ese ha sido el más crudo. Hoy puedo, desde el siempre inexacto ejercicio de reconstruir el pasado, hacer lo que quiera con los acontecimientos de esos gélidos meses; los puedo ensalzar, tornar más grises de lo que fueron, o moldear como un salvoconducto para plantárselo en la cara al bouncer del club de los que la han “pellejeado”.
No sé si la cuna en que nací fue de oro pero al menos era calientita, y contrastada al invierno pekinés la diferencia era dramática. Esos días eran para mi la consecuencia natural de estar viviendo la romántica fantasía del artista incomprendido que se rompe el lomo con dos trabajos con tal de seguir teniendo la oportunidad de la consagración. Entre semana trabajaba tiempo completo en un estudio de postproducción de video como editor y los fines de semana daba clases a domicilio de inglés. Aunque tuve alumnos de diferentes edades la mayoría eran niños. El frío me mortificaba esos días porque tenía que trasladarme, una a una, a las casas de los estudiantes que se desparramaban aleatoriamente por la ciudad. Después de 10 minutos a pie sentía que el grueso abrigo era una muralla agujereada por la que se infiltraban ejércitos enemigos.
Recuerdo una mañana de domingo que caminaba a la casa del pequeño Brian, las ramas desnudas de los árboles se asomaban entre el espeso smog, crucé un puente frente al Diario del Pueblo y mire el agua que estaba debajo; había una botella vacía incrustada en el lago congelado. La composición estética de lo que estaba mirando me vislumbró, ¿Cómo esa pieza de arte fortuito no se me había ocurrido a mi? ¿Cómo no fui yo el que intencionalmente había creado esa obra que pudo haber sido?
Brian era un niño brillante, tenía en ese entonces 7 años y su inglés era mucho mejor que el de algunos de mis alumnos universitarios. Sus padres eran muy estrictos con él, querían que se comunicara en inglés incluso con ellos (aunque ellos no entendieran nada de inglés); inmediatamente después de las lecciones que yo impartía comenzaban sus clases de piano con otro profesor. Estábamos ese día estudiando los animales de la granja, yo le señalaba las fotos de un libro colorido y él recitaba el nombre del correspondiente animal. Le señalé el caballo y triunfante gritó “horse”.
-Brian ahora decime cuál es este.
Le señalé la foto de un gran cerdo rosado. Esta vez su reacción fue distinta. Se mojó los labios y emitió el sonido que se acostumbra hacer en muchos países asiáticos para expresar que algo es sabroso, algo así como el “hhmmm” que hacemos aquí pero que más bien consiste en aspirar haciendo sonidos con la lengua.
-I love to eat pig.
-No Brian, you love pork. Pig and Pork are not the same.
Él no me entendía por qué eran diferentes. Y es que cuando yo me como un bistec, quiero que sea suave, quiero que sea jugoso, quiero que me sepa a carne pero no me interesa de ninguna manera que esa inerte tajada traiga alguna reminiscencia del animal que fue. Cualquier aparición en mi comida de un rasgo relacionado con el dominio de lo vivo como pezuñas, ojos, pico, lengua… es algo que atenta con arruinar la experiencia del manjar. Pero parece que para Brian no, el vio una foto de un cerdo de granja y se lo quizo comer.
Especialmente en el sur de China abundan los restaurantes con peceras y jaulas en la entrada. Los clientes inspeccionan los especímenes que contienen y escogen lo que se van a comer cuando todavía está “coleando”. A los chinos les gusta que su comida esté bien fresca y pareciera de sentido común que los alimentos recién muertos son más frescos. Por otro lado, esta costumbre (aunque no reciente), parece más que compatible con toda esta imperante tendencia 2.0 de lo interactivo.
En el sur de China la sabiduría popular reza que “todo lo que tenga patas y no sea una mesa y todo lo que tenga alas y no sea un avión” se puede comer. La gastronomía popular en occidente tiene predilección por las carnes que al ser mordidas el diente las atraviesa sin contratiempos: la pechuga de pollo, el lomo de res… En la comida china la carne tiende a estar esparcida en pequeñitos trozos sobre harinas o vegetales y cuando eufóricos nos encontramos una porción sustantiva la decepción no tarda en aparecer cuando un hueso nos deja suspendidos en un mordiscus interruptus. Y es que se aprovecha un animal casi en su totalidad; cada músculo, pellejo, viscera… combinado con los ingredientes adecuados tiene el potencial de ser una exquisitez. He escuchado varias veces la versión de que la cultura gastronómica está influída por la escasez y la abundancia. Un tradicional saludo en China es “Ni chi le ma?” -Ya comiste? Esta es probablemente la forma más común de preguntarle a una persona si se encuentra bien, y este saludo se origina de la escasez. En su historia, al país más poblado de la tierra le ha tocado “pellejearla” literalmente. La disponibilidad de alimento para tan abultada cantidad de gente exigió una creatividad culinaria de admirar. “Necessity is the mother of invention”.
Brian ese día recitó con absoluta precisión todos los animales de la granja; George Orwell en su clásico visualizó a la granja como un hábitat perfecto para narrar interacciones entre jerarquías. En su novela le dio mucha importancia al cerdo, pero a mi me interesa mucho la gallina también. Y es que una diferencia irreconciliable entre el cerdo y la gallina es la naturaleza de su sacrificio. La gallina ponedora se limita a poner su huevito diario, talvez le tome unos minutos llegar encrespada y sacando pecho a sentarse a resolver algo que de por sí es su menester, incluso nosotros los humanos, los dueños de la granja, nos abocamos cotidianamente (si nuestra digestión está como relojito) a realizar una labor parecida. Pero para el cerdo opera otra ley; su sacrificio no se basa en una labor cotidiana, en un aporte mesurable… Su aporte es el sacrificio máximo, un aporte totalizante: su cuerpo, su carne, sus órganos.
Ese día el padre de Brian me invitó a cenar con ellos; la hospitalidad es el orgullo del que atiende con todos los detalles; ofrecer más y más comida, más y más bebida. Comíamos baozi que es una especie de pan relleno de cerdo y vegetales. Yo como invitado estaba sometido a esta imperativa cordialidad que me hacía comer cerdo como un cerdo, por lo tanto el reto consistía en encontrar la salida ingeniosa que me permitiera rechazar los ofrecimientos que no se detenían; para peores no notaba yo que lo que colocaban en mi plato me lo estaba comiendo entero. En mi cultura la comida no se “desperdicia”, en un mundo en el que millones pasan hambre botar comida es “pecado”. Pero para la cultura que me hospedaba la comida debe sobrar, el plato con residuos es la prueba de que la magnanimidad del anfitrión satisface y cada vez que mi plato se limpiaba una nueva porción no se hacía esperar en mi plato. Lo mismo con la bebida; el licor de arroz portador de un obsceno sesenta por ciento de alcohol era oportuno para el frío pero peligroso para la cabeza. El padre de Brian me explicó mientras me volvía a llenar el vaso:
-Hable, no se quede callado, tomar baijiu tiene su técnica, con el silencio el efecto se retiene y se empieza a apoderar de la mente así que no pare de hablar.
Supongo que es lo mismo con la comida; en una cultura en la que por milenios los rituales alimenticios son la base para que sucedan las relaciones humanas, solo el hablar es lo que impide que el comer sea un fin en si mismo.
Tres años después era un cálido y brillante día en Costa Rica, con el júbilo del clima tropical salí un domingo en la mañana a pedalear con mi bicicleta. Iba subiendo una empinada cuesta cuando alcancé a un guarda de seguridad que también montaba su pedazo de hierro. Inferí su profesión porque a diferencia mía -que no escatimaba en indumentaria deportiva- este señor conservaba su uniforme de trabajo bajo el refulgente sol. No lo rebasé porque él pedaleaba a buen ritmo y a los minutos de seguirlo tal vez se acostumbró a mi presencia y comenzó a hablarme.
-¿Mi hermano para dónde la lleva?
– No se, solo estoy paseando, vamos a ver que pasa. ¿Y usted?
-Voy de vuelta a la casa en Aserrí-
Me explicó que trabajaba de lunes a sábado durante la noche cuidando un centro comercial en Santa Ana. Pedaleaba para llegar al trabajo y cada mañana para no gastar dinero en pasajes de bus pedaleaba cuatro horas para volver a casa.
-De seguro que tiene usted una condición física envidiable- le dije.
Aunque no respondió mi halago, por alguna razón me tomó como su confidente. Me habló de la pensión alimenticia que le puso su ex, del conflicto a puños con su hermano, de las condiciones adversas de la pobreza y remató el vía crucis con un:
-Mi hermano, mi vida yo no se la deseo a nadie…
Casi instantáneamente pensé en sacar a relucir mi proletaria y exótica experiencia de aquel gélido invierno en China, qué mejor oportunidad para decir que yo también la había pellejeado. Pero mis palabras al sentirse tan ridículas prefirieron apagarse. ¿Quién en la granja se pone a comparar el sacrificio de la gallina ponedora con el del cerdo? Así que sin saber qué decirle le deseé suerte y tomé otra ruta.
[Crédito foto: Themes.com]
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