Nicolás Tanco Armero, el aventurero colombiano que pisó tierras chinas en el siglo XIX

In by Simone

A mediados del siglo XIX, un joven aventurero colombiano recorrió los cinco continentes y se convirtió en el primer ciudadano del joven país en pisar China. Tres años después, Nicolás Tanco Armero regresó de Oriente lleno de historias del Imperio Celestial, que registró en unas singulares memorias de sus viajes. A propósito de la visita oficial del presidente colombiano Juan Manuel Santos a China esta semana, rescatamos su historia.
Quien podía viajar en el siglo XIX solía volver a casa y sentarse a escribir un libro con sus impresiones y sus hazañas. Los destinos, entonces idealizados y exóticos, solían ser casi siempre los mismos: Italia, España, Alemania y por supuesto Francia. Ocasionalmente alguno se aventuraba tan lejos como Grecia o la Tierra Santa. Estas crónicas de viajes, lejos de obedecer a un impulso ególatra, representaban la manera de conocer otros mundos en momentos en que la fotografía apenas despuntaba.

Pero muy pocos viajeros llegaron tan lejos como Nicolás Tanco Armero, un aventurero y cazafortunas que se convertiría en el primer colombiano en pisar tierras chinas. El joven impetuoso y de ideas conservadoras, hijo del último ministro de Hacienda de Simón Bolívar, se veía envuelto en problemas con el gobierno liberal de José Hilario López y resolvía buscar fortuna en otros lugares. Con apenas 21 años, Tanco Armero dejó la Nueva Granada y comenzó una travesía que le conduciría a Jamaica, Francia, Egipto y Ceilán, antes de recalar en Hong Kong.

Los detalles de su apasionante periplo quedaron grabados en las páginas de su Viaje de Nueva Granada a China y de China a Francia, publicado en París poco después de su regreso definitivo a Bogotá, en 1864. El punto central de su relato fueron los tres años que pasó en el Imperio Celestial, un “país vedado por tantos años a la luz de la civilización”.

Tanco Armero viajaba sin un rumbo fijo, pero uno de sus primeros destinos marcó el rumbo del resto de su viaje por el mundo. En Cuba, entonces todavía una colonia española, entabló amistad con varios empresarios locales, que le encomendaron un rentable encargo: traer mano de obra china a las plantaciones azucareras de la isla. Así que, dos años y una decena de países después, llegó al puerto de Hong Kong. Corría el año 1855, reinaba entonces la dinastía Qing y China era un enorme mercado de opio.

La misión no salió como esperaba Tanco Armero, que poco habla de sus “asuntos comerciales” en su crónica de viajes. De pronto porque se trataba ya de un tema sensible, pues la esclavitud había sido abolida por la Nueva Granada justo el año de su partida. La “emigración” de coolies hacia el Caribe no era comercio de esclavos, pero al fin y al cabo tampoco era un negocio modelo.

Lo cierto es que la historia se cruzó en su camino. Un día los oficiales chinos abordaron un navío británico sospechoso de contrabando en el delta del río Perla. Los ingleses respondieron bombardeando la ciudad de Cantón y comenzó la Segunda Guerra del Opio, que finalizaría años más tarde con una victoria de Francia y Gran Bretaña que obligaría a China a abrir sus puertas al mundo.

En cambio, los cuadernos de viaje del joven aventurero abundan en detalles sobre las novedades que le ofrece China. Todo maravilla a Tanco Armero, que no puede dejar de comparar las escenas que se desenvuelven ante sus ojos con el mundo “europeo” que había dejado atrás en América Latina. Capturan su imaginación las singulares tradiciones chinas: las cabezas rapadas y trenzas largas que lucen los hombres, las almohadas de madera duras “muy a propósito para romper la cabeza” o las leyes que prohiben el matrimonio entre músicos y comediantes. “Es un hecho ciertamente digno de observación que casi no hay acto en la vida que el chino no ejecute exactamente al revés de nosotros”, concluía.

En aquella época los viajeros extranjeros solamente tenían permiso para visitar cinco puertos chinos, que habían sido abiertos al comercio en virtud de una serie de acuerdos impuestos por las potencias occidentales a China. A Tanco Armero, sin embargo, le producía profunda curiosidad ver cómo era la vida “China adentro”, donde los forasteros poco se asomaban. “Los europeos se hallan encerrados en un cuadrito que les está marcado, y ¡ay del que se atreva a pasar los límites! que será destrozado por los habitantes, que no pueden tolerar la vista de los fanguais o diablos de Occidente”, escribe.

Tanco logró convencer a un misionero protestante británico, que aceptó guiarlo con la única condición de que el colombiano viajara disfrazado. “Preciso me fue acceder a esta justa exigencia. No sin gran pena, sin embargo, pues tenía que raparme la barba y la cabeza”, relata. A la pérdida de su abundante y característica barba, se sumaron unos pantalones bombachos azules, una saya y un par de zapatos con suela de madera y “la forma de un bote”.

Al cuarto día de excursión el sacerdote, que sí hablaba mandarín, notó asustado que la gente murmuraba improperios a su paso, por lo que decidieron refugiarse en la casa de un anciano maestro rural. Cuando salieron casi tres semanas después, se vieron súbitamente envueltos por una multitud que les lanzaba insultos y pedradas. En medio de sus nervios, Tanco sacó una pistola e hirió a dos de sus perseguidores. La muchedumbre se abalanzó sobre ellos y los capturó, llevándolos de regreso ante el virrey de Fuzhou. Los dos hombres, especialmente el misionero, temían por sus vidas -“cuando se trata de ser cruel, los chinos, como el resto de los asiáticos, lo son en superlativo grado”- pero se libraron de esa suerte por obra y gracia del cónsul inglés, que intercedió por ellos.

Tanco Armero regresó entonces a Hong Kong, que había dejado de ser la ciudad cosmopolita donde cientos de europeos iban a leer los diarios atrasados que llegaban de Europa o se vestían como si estuvieran en los fríos climas septentrional. En plena Guerra del Opio y ante la incertidumbre en el aire, el frustrado comerciante de chinos decidió emprender el viaje de regreso. Arribó finalmente a Bogotá en 1860, nueve años después de haber partido.

Pero tampoco esta vez pudo quedarse en tierra firme. En los años sucesivos organizó dos viajes más -esta vez en compañía de su esposa- a Filipinas, Indonesia, China y Japón.

Artículo publicado en Semana (Colombia)




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