Hace medio siglo Dashanzi era el orgullo de la China comunista. Con el apoyo de la Unión Soviética y Alemania Oriental, los chinos construyeron en este suburbio de Beijing un monumental complejo de fábricas para albergar su industria militar. Cuarenta años después, las bodegas diseñadas según el estilo geométrico de la Bauhaus yacían abandonadas, hasta que a finales de los noventa un grupo de artistas comenzó a ocuparlas, atraídos por los bajos precios del arriendo y los espacios luminosos. Los talleres dieron paso a las galerías y la zona pronto se transformó en el equivalente a un SoHo de Nueva York. Hoy, este distrito -ahora conocido como el 798- es el epicentro del boom del arte contemporáneo chino, que no da señales de dejar de crecer.
La llegada de China al arte contemporáneo fue tardía, pero ha dado pie a un fenómeno sin precedentes. En tres décadas, el país asiático se ha convertido en el segundo mayor mercado artístico del mundo, desplazando a Francia y Gran Bretaña y acercándose cada vez más a Estados Unidos. Sólo en 2010 las ventas de arte en China alcanzaron los 8.300 millones de dólares.
La aparición de una escena artística tan dinámica no es casualidad. China creció a un ritmo de entre el 7 y el 14% en los últimos 20 años gracias a las reformas iniciadas por Deng Xiaoping, que la convirtieron en la fábrica del mundo y sentaron las bases para que hoy sea la segunda economía mundial. Ese drástico cambio de rumbo de las políticas de Mao Zedong trajo consigo un vertiginoso desarrollo urbano, profundas transformaciones sociales y uno que otro tenso momento político. Pero también abrió las puertas de China al resto del mundo: los chinos devoraron a los Beatles y Andy Warhol, las hamburguesas y la música pop, mientras los coleccionistas occidentales caían rendidos ante las imágenes “pop” de Mao.
Un arte con características chinas
Al frente de este fenómeno está la generación de artistas que se formaron en los años ochenta, que se abrió camino entre la censura y ahora goza de enorme prestigio internacional. No son artistas políticos, pero sus obras abordan las contradicciones y complejidades de la “nueva China”, su carrera hacia la riqueza, su éxodo del campo a la ciudad y su consumismo desmedido.
El más célebre es quizás Ai Weiwei, conocido tanto por su arte como por su activismo político. Las instalaciones del artista -quien estuvo detenido tres meses en 2011 por evasión fiscal- juegan con la idea de la fragilidad de la tradición ante la llegada de la modernidad, desde su escultura gigante para la Documenta de Kassel, hecha con ventanas y puertas rescatadas de centenarias casas condenadas a la demolición, hasta los millones de semillas de girasol de porcelana con que llenó el suelo de la Galería Tate.
La pintura figurativa ha sido una de las corrientes más fuertes, aunque sus artistas rara vez aluden a la realidad de forma directa. Entre los más renombrados está Yue Minjun, cuya imagen de un hombre calvo y de ojos cerrados, siempre sonriente, se ha convertido en un icono tan reconocible como los gordos de Botero. Igual fama tienen los enigmáticos retratos grupales de Zhang Xiaogang, que evocan las fotos familiares tomadas durante la Revolución Cultural, y las figuras enmascarados de Zeng Fanzhi.
Una línea de trabajo similar ha seguido Wang Guangyi, cuyos irónicos afiches combinan imágenes típicamente socialistas con los logos de marcas que causan furor en China: campesinas modelando para Chanel, obreros coreando el nombre de Coca-Cola o las virtudes de Porsche. Todo ello con una estética cercana a la de Warhol o Roy Lichtenstein, por lo que su arte ha sido bautizado como “propaganda pop”.
El arte abstracto también tomó fuerza por primera vez en China, así como el performance y el happening. Zao Wou-Ki, residente en Francia desde hace 60 años, es por fin profeta en su tierra. Cai Guoqiang, conocido por sus dibujos con pólvora sobre papel, fue la estrella de la inauguración de los Juegos Olímpicos de 2008 con sus explosiones coreografiadas. Y los hermanos Gao escandalizan con sus fotografías de personas desnudas en espacios claustrofóbicos y sus enormes abrazos colectivos.
Los precios de todos ellos se han disparado. Un tríptico de Zhang -cuyas obras tienen lista de espera- se vendió por 9,8 millones de dólares en 2011, un Zao puede costar tres millones y un Yue dos. Cada tonelada de semillas de Ai Weiwei cosecha 800 mil dólares. A medida que los artistas en la cima se han hecho inalcanzables, muchos coleccionistas con presupuestos más limitados se han volcado sobre los artistas emergentes.
El fantasma de la censura siempre está presente, aunque es difícil saber cómo y cuándo entrará en acción. Los límites de tolerancia parecen haber aumentado en los últimos años, aunque ocasionalmente se ejercen presiones silenciosas para que una obra no sea expuesta o cierto artista no salga del país. Pero al final, el gobierno entendió bien el punto: el arte contemporáneo chino es una industria multimillonaria que ha generado un interés inusitado por la cultura del país. Así que, dentro de ciertos límites y excluyendo algunos temas sensibles, Beijing suele mirar hacia otro lado.
El arte chino no conoce la crisis
Ni siquiera la crisis financiera de 2008 hizo mella en el arte chino. Todo lo contrario: aunque las ventas se desplomaron en Estados Unidos y Europa, China rompía récord tras récord a medida que los coleccionistas locales comenzaban a ver el arte como un valor de inversión perfecto para los tiempos de incertidumbre. Hoy en día, las principales galerías de arte internacionales están presentes en el país y diez de las veinte mayores casas de subastas son chinas.
¿Contribuyó entonces la recesión económica al auge del arte chino, como lo hizo con las ventas de las marcas de lujo? “Este ha sido el resultado, aunque no es posible trazar una conexión directa entre ambos”, explicó a China Files Jay Sun de la casa de subastas China Guardian. “El mercado del arte sigue siempre la macroeconomía de un país. La sociedad china se ha enriquecido y a medida que la gente tiene más dinero para gastar, crece el interés por el arte”. Su casa de subastas -cuarta en tamaño tras Christie’s, Sotheby’s y Beijing Poly- pasó de facturar US $285 millones en 2008 a US $1.778 millones en 2011.
A la hora de comprar, los coleccionistas han demostrado ser bien nacionalistas. “Un Picasso les gusta, pero al final los chinos siempre compran chino”, cuenta Sara Bortoletto de la galería OffiCina en el 798 de Pekín. “Entre ellos hay muchos amantes del arte, pero también muchos que piensan ‘compro en 200 y luego lo vendo en 800’. Sólo China puede sostener esos precios en el contexto económico actual”.
Los precios más altos los siguen cosechando artistas de la primera mitad del siglo XX, que en su mayoría trabajan en los soportes tradicionales de tinta y papel. Al frente de las ventas mundiales en subasta en 2011 quedaron Zhang Daqian y Qi Baishi, dos artistas poco conocidos fuera de China pero ferozmente perseguidos por los compradores de su país. Pablo Picasso -el histórico rey de las subastas- cayó al cuarto lugar, mientras que otros 13 artistas chinos se colaron en el top veinte.
El arte contemporáneo aún no cosecha los mismos precios, pero tiene un nicho seguro. Tanto que muchos de los artistas más cotizados entregan sus obras directamente a las casas de subastas, confiados de que su fama les garantiza precios cada vez más altos. La demanda es tan grande que han surgido incluso subastas de artistas recién egresados de la universidad. Muchos expertos temen que explote la burbuja, pero hasta el momento los yuanes siguen rodando.
Reportaje publicado en Revista Semana (Colombia)
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