La guerra de los Maos

In by Andrea Pira

En nuestra entrega literaria semanal, después de los cuentos Hasta mañana y El caso de las novias falsas en el mercado de Xiu Shui, hoy les entregamos este, basado en la figura de Mao.



Era el cumpleaños de Carmen Cisneros, la profesora de piano. Después de su concierto y los aplausos, sirvieron la torta. Era la misma fiesta del año anterior, las mismas señoras, sus hijos vestidos igual, la misma canción; solamente había cambiado la ventana del frente, donde ahora se paseaban unas chicas. Una alta, espigada y con el pelo bien negro; otra más bajita y que vestía siempre de rojo.

Era el momento de soplar las velas, lo que Carmen hizo con la misma ceremonia con la que ejecutaba Chopin, su boca se arqueaba en una “o” y soplaba despacio, las sesenta y tantas llamitas, que los hijos se habían tomado el trabajo de plantar en el pobre pastel. Sacaron las múltiples velas y cortaron.

Cuando retiraron dos o tres partes vieron algo que les llamó la atención, primero pensaron que era un resto de masa cruda, pero tuvieron que acercarse mejor: Era una nariz. La picaron un poco con el cuchillo y después uno empezó a tirar.

La bandeja se rompió y apareció un cachete blanco seguido de una boca que empezó a relamer la crema chantillí. Entonces arrancaron más y sacaron una cabeza completa. Se movía intentando salir. Algo desesperadamente, y lo ayudaron. Poco a poco fueron tirando a un hombre de unos cincuenta años. Había destrozado la mesa, estaba bien vestido, se acomodaba la corbata nerviosamente. Zapateaba sacándose los pedazos de torta del calzado y el pantalón (el pobre estaba todo manchado).

A pocos kilómetros, Analía, una joven profesora de geografía, estaba sola. Había pasado la tarde revisando unos exámenes de sus alumnos de sexto. Sintió una punta en el vientre y fue al baño. Apenas se sentó y una gran fuerza le abrió los muslos, se tocó y sintió como una bola, tiró un poco y tocó unas superficies muy lisas y al fin le mordieron los dedos. Se paró como pudo y se puso de espaldas al espejo: sacudiéndose, abriéndose paso entre las nalgas, tenía una cabeza. Y además… ¡Era una cabeza que conocía! ¿O no?.. Cuando salió más y la cara miró al espejo se dijo ¡es Mao Zedong!

Se veía igual que en la foto que ella conocía. El chino ya había sacado los hombros y un brazo. De ese brazo lo tomó Analía y tiró. Los dos movían el cuerpo como serpenteando, en direcciones contrarias. Mao sacó el otro brazo y lo apoyó contra el mármol del lavamanos. “Ay, ay” decía el anciano. Al final se despegó completamente del cuerpo de Analía, que cayó al piso, exhausta y dolorida.

Al frente de la casa había una pared blanca. Los que pasaban vieron un punto de color, sólo algunos se detenían para quedarse inspeccionando. Pero a los pocos minutos, ya era más inquietante: una cara que salía del muro. Algunos bromistas le metían los dedos por la nariz o la mordisqueaban, no sabían que era la nariz de Mao Zedong. Eso era un sábado, y había una fiesta cerca.

Una chica rubia conversaba al lado de la barra de bebidas. Se vio una pequeña punta negra saliendo de su nariz. Hasta que alguien al lado se dio cuenta y la señaló. Ahora el pedazo de tela ya le cubría la boca, era extraño que no se diera cuenta, quizás ya estaba un poco borracha. Se sacó la punta y empezó a tirar. Era como un semicírculo de felpa negra, un amigo suyo lo tomó y comenzó a tirar también. Debajo de la bomba negra del sombrero había como unos pelos negros. Ella se puso a gritar. Alguien llamó a una ambulancia, pero era obvio que no podían esperar para arrancarle eso de la nariz. Seguían tirando y de un golpe vieron unos pequeños ojos y otra nariz. Siguieron tirando y vieron una cabeza. Era Mao. Ya las apariciones empezaban a televisarse. Estaba surgiendo por todas partes. Incluso una presentadora vomitó un Mao mientras hablaba del tema. El estadista se levantó del piso, a donde había caído ruidosamente, y le clavó los dedos en los ojos a la presentadora. Surgieron dos estrellas de sangre, chorros que se alejaban de los dedos clavados. El Mao los sacó y la limpió con un pañuelo de seda verde .

La cámara sorprendida hizo foco en la cara, que la fijó unos segundos de mirada punzante y luego saltó, la filmación lo siguió para comprobar que el movimiento se transformaba en un vuelo sostenido a unos treinta centímetros del suelo. Y se perdió de vista. Los otros Maos no se quedaban atrás, llegaban volando y susurraban en las nucas, los hombres caían desesperados.

La policía había salido a derribar Maos con sus cachiporras ciegas y su ton ni son. La ciudad latía al ritmo de la guerra. Se formaban barricadas de Maos en el aire, se formaban grupos de gente que improvisaban armas: botellas cortadas, palos de escobas, piedras. Los ojos de los Maos se ponían de un violeta luminoso y lanzaban rayos que sólo dejaba los esqueletos. Los huesos blancos, llenos de electricidad, sacudiéndose musicalmente, se desarmaban al fin. En el centro de la plaza principal un Mao luchaba contra un hombre joven.

El hombre agarró al chino de los cachetes y lo hizo girar 180 grados hasta hacerlo chocar contra el piso. El Mao se dio vuelta le tiró un rayo comunista. Ya se estaba haciendo de noche, pero las cabezas carcazas de los Maos se encendían. El cielo se había puesto viscoso. Entre el fragor de gente desesperada, detrás del obelisco central, aparecieron Maos jineteando unos divanes voladores. Los militares los tomaban en el aire y les apretaban las gargantas. Los cachetes se hinchaban hasta que la cabeza explotaba. Ellos disparaban de sus ojos vidriosos rayos comunistas que enloquecían a los pobres soldados.

Los Maos saltaban de sus divanes voladores, clavaban con los dientes de Mao en la nuca de las víctimas y los dejaban zombis. La gente caminaba sin vida después, las mandíbulas se cubrían de mejillas blancas, los ojos se achinaban y el pelo adoptaba el estilo Mickey Mouse. Ya completamente Maos, salían a atacar a los otros. Algunos Maos mordían a los animales, perros o palomas, que igualmente cachetes y ojos chinos. El cielo estaba tan cubierto de Maos que parecía una tela eléctrica con estrellas de terror.

Solamente se escuchaba el sonido de los rayos, en el cielo apareció un reflejo gigantesco, eran las mejillas de un Mao desproporcionado. Su cara era gris como un papel de diario y se veía desde todos los continentes. Para algunos era una luna rarísima, para otros un sol de grasa y comunismo. Le arrojaron el proyectil más poderoso. En la carne se hizo un agujero negro que aspiraba. Los cuerpos de los atacantes fueron desapareciendo por el hoyo voráz. Todo era tragado: las casas, los cielos con sus nubes de lluvia, Dios, las ratas, los perros y todos los sueños. Cuando el mundo fue exterminado, el Mao gigante se fue caminando por el universo hacia otro planeta. La tierra se fue reacomodando, naciendo sobre sus huellas. Era gracioso ver como la ciudad volvía a su ritmo habitual.

La gente disimulaba al nacer. Poco a poco cada cosa volvió a ocupar el lugar que ya había ocupado, pero como en las películas de terror, en un sótano dormía el peligro; un huevo cuadrado Mao latente, entre unas sábanas viejas de una señora que ni sospechaba.

También puedes leer:

-El caso de las novias falsas en el mercado de Xiu Shui


-Hasta mañana


-Una novela china (novena entrega)