Los “saunas” han existido durante siglos en toda China, pese a que la prostitución ha sido tabú e ilegal. En Xinjiang, pese a su fuerte arraigo al islam, pululan este tipo establecimientos, administrados principalmente por personas Han. En Urumqi, los saunas destacan pues muchas veces brindan algo que la conservadora sociedad uigur veda: el contacto con el sexo opuesto. Este es un recorrido por uno de los tantos “saunas” chinos que se encuentran escondidos en lujosos inmuebles.
Caminamos por la Calle de la Unidad, en el sur de Urumqi. Es viernes por la noche y Matyusup (23 años, estudiante, uigur) quiere bailar. Propone la disco rusa, pero antes, unos kebabs. El invierno acecha desde las nubes.
Un hombre asa kebabs en un bracero alargado que mantiene vivo con un ventilador metálico. Tiene las manos y la cara negras de carbón. Le pido dos de carne de cordero con su pan respectivo (para hacer una especie de taco). Matyusup —dos de hígado— conversa con el hombre y otros dos más que comen kebabs en silencio. No entiendo lo que dicen, pero me parece que hablan sobre los precios de la carne. Se quejan al aire. Al llegar a la disco rusa, en la calle Gran Curva, seis amigos de Matyusup nos dan la bienvenida. Nos esperan desde hace media hora en sus coches, motor encendido, la radio y cigarros HongHe. Han reservado una mesa. Han ordenado té negro y costillas de cordero para todos. Ni una gota de alcohol.
La noche transcurre sin grandes emociones. Más amigos llegan. Todos hombres. En la pista, mujeres bailan vals entre ellas en una esquina. Hombres bailan con hombres en círculo en el lado contrario. Es lo normal. Un animador entona una canción uigur y la gente se anima un poco más. Decidimos atacar la pista.
Tres de la madrugada y ya no quedan mujeres, excepto meseras. Ninguno de los amigos de Matyusup hizo el más leve intento por acercase a una chica y sacarle plática. Al preguntarles, me dicen que todos tienen una novia en sus pueblos natales o que ya están casados. Incluso Matyusup tiene una novia a dos mil kilómetros. No es normal que grupos de amigos y de amigas salgan juntos por la noche.
Salimos de la disco. Algunos se despiden. De entre la bola, dos amigos de Matyusup dicen que acaban de llegar a Urumqi después de dieciséis horas manejando desde Hotán. Es difícil distinguirlos entre sí ya que se parecen mucho y visten la misma ropa (algo común entre amigos). Quieren relajarse. Nos invitan al sauna. Uno de ellos saca un cupón válido por ¥1,000 yuanes.
El sauna ocupa un gran edificio en el norte de la ciudad, zona Han. Pretende ser lujoso —pequeñas ranas de jade en la entrada, fuentes, sillones de piel, palmeras artificiales, luces navideñas—. Es administrado completamente por chinos Han. Eligen el paquete de ¥400 yuanes, uno de los paquetes más económicos, y consiste en la entrada a las regaderas, una bata, sandalias y una ducha privada. Matyusup me dice que será su primera vez.
Tras las regaderas públicas, nos conducen por un laberinto de pasillos con telas rosas y violetas y carteles contra el SIDA. El personal del sauna viste traje marrón y corbata; las mujeres, qipao. Un fuerte olor a cloro le da al lugar pinta de hospital. Caminamos en silencio por las alfombras manchadas de ceniza de cigarro. Nos llevan a unos cuartos continuos que abren con un enorme llavero de carcelero.
El cuarto tiene una cama grande y una televisión de pantalla plana, que muestra números musicales de la gala de Año Nuevo chino. En el fondo del cuarto, tras una mampara de cristal, hay un camastro y una bañera. Debato si quedarme o salir de este lugar. No sé si tiemblo de frío o de nerviosismo. Decido quedarme por fines periodísticos, pues.
Una china Han, de unos cuarenta y pocos años aparece antes de que yo alcance a salir. Me dice que por favor me quite la bata y me ponga un traje de baño tipo speedo que saca de una bolsa de plástico. Después saca una bolsa de plástico gigante y con ella envuelve completamente la bañera. Después me pide que entre para que ella pueda darme un baño.
La china dice ser masajista y se pone unos guantes de plástico para lavar platos. Después echa unos productos químicos en la bañera que pintan el agua de verde fosforescente y empieza a tallarme la espalda con una esponja. Me pregunta que de dónde soy y qué me trae a Urumqi, con tono cansado. El olor de tubería vieja me marea.
Me dice que pase al camastro, pero antes lo cubre con otra bolsa de plástico. Del techo cuelga una lámpara fluorescente. Hace frío, y yo sigo en los speedos. Siento que en cualquier momento saldrá un cirujano y me extirpará los riñones para hacerse unos kebabs. La masajista me echa una cubeta de agua caliente al verme temblar. Después toma dos esponjas de una bolsa de plástico y empieza a tallar mi cuerpo. La sensación dista de ser agradable. Más bien es como si te restregaras contra la barda de un vecino.
Al terminar, saca una manguera del suelo y me dice que tome una ducha. Insiste que use suficiente jabón y champú. Mientras tanto, quita el plástico de la bañera y del camastro, para el próximo cliente supongo. Después de cinco minutos, paso al cuarto rumbo a la puerta, pero ella me devuelve a la ducha, diciendo que no estoy limpio lo suficiente.
Me pide que me ponga la bata y pase a la cama para un masaje. Indica que me debo recostar y luego empieza. Intento sacarle conversación, pero ella está abstraída mirando la pantalla de la televisión. Minutos después me quedo dormido.
Uno de los guardias me sacude del hombre y me dice que se acabó el tiempo y que debo irme. La masajista no está. Camino aturdido hacia la zona común. Poco después, me topo a Matyusup y sus amigos con latas de Red Bull en sus manos. Me ofrecen una y me preguntan que cómo estuvo. Luego me preguntan que si pagué algo extra, con una sonrisa siniestra. Les digo que no. Dicen que ellos sí y ríen.
Por la zona común caminan clientes —hombres y mujeres— en bata. Un cartel muestra las fotos de las diferentes masajistas en turno. A un costado, clientes reciben un masaje de pies o un pedicure. En el fondo del pasillo hay cuartos estilo japonés para rentar por algunas horas o para toda la noche. Se escuchan ruidos de bolas de billar chocando, aunque no sé de dónde vienen.
Matyusup luce nervioso. Reitera que fue su primera vez en el sauna. Su mirada se pierde en el cartel con las fotos de las masajistas. Sorbe su Red Bull en silencio. Mira las fotografías en la pared como horas antes había mirado a las chicas uigures en la pista.
Media hora después, volvemos a los lockers por nuestras cosas. Pronto amanecerá y quieren ir a desayunar, pero yo me excuso y tomo un taxi a casa. Mis brazos y piernas se sienten ásperos y resecos. No me siento limpio, sino fumigado.
Tres días después, veo a Matyusup en el restaurante. Le pregunto que qué opina sobre el sauna. Sonríe y me dice que volvió al día siguiente.
Jorge A. Ríos escribe desde Urumqi. Su blog se encuentra en China Files y en Cambalú. Haz click acá si quieres saber más de este blog.
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