Desde el Far West Chino: Casa Uigur

In by Andrea Pira

Caminas por calles hechas de polvo, piedras y arena. Pasando el bullicio de los puestos de kebabs, un callejón te lleva a casa de Elí, en el centro de Keriya. Partes están hechas de ladrillo y partes, de adobe. El color de la casa es el mismo que el del suelo, como si fuera una emanación de él. Las demás casas parecen echas con el mismo molde, y en ellas habitan tíos y hermanos. Destaca una puerta azul brillante, que tocas y se abre. Este es un recorrido por una casa tiacute;pica de una familia uigur, en la que han vivido más de seis generaciones.

Abres la puerta y una cortina rosada te recibe, que sirve para atrapar a la arena. Tú entras y estás ahora en un patio interior que conecta a tres cuartos de la casa. Hay sillones de piel desgastados en las laderas. Fotos en las paredes. Un reloj digital cuadrado con una foto pixeleada de una mezquita. Los muebles están cubiertos por un tejido calado. Predominan los colores pasteles —rosa y morado—.

El cuarto típico uigur tiene una plataforma elevada a unos cuarenta centímetros, que ocupa el 70% del suelo. La cubre una alfombra con detalles arabescos. Al entrar al cuarto, te sientas sobre la plataforma, te quitas los zapatos y después subes. Estar sobre alfombra es —para ellos— estar en una nube en los que microbios no tienen cabida. Las alfombras aluden a lo sacro de un templo, pues es sobre una alfombra donde realizan el namaz (oraciones en dirección a la Meca).

Te pasan al comedor de la casa. Hay una mesa bajita de 2×1 metros en el centro de la plataforma. Te acomodas en un costado de la mesa y aguardas con cierto recato, con los pies cruzados, cambiando de posición de vez en cuando para que no se te duerman. Sobre la mesa hay un plato con rodajas de plátano deshidratado.

El comedor es el cuarto principal de la casa. Está separado de la cocina no por una puerta sino por una sábana rosa que, de vez en vez, el viento vuela. Mientras, la señora de la casa camina hacia un brasero, mismo que no habías visto, pero que calienta el cuarto desde una esquina. Sobre el brasero hay una tetera de hojalata. La señora levanta la tetera y de ella sale un líquido amarillo que vierte sobre un cuenco. El aire se llena de aromas que condimentan la realidad. Colocan el cuenco cerca de ti y lo tomas para calentarte las manos y olerlo. Luego lo sorbes ruidosamente, como es acostumbrado.

El señor de la casa –hombre de barba blanca, pelo rapado, gorro de lana, abrigo negro– sorbe su cuenco de té desde una esquina. Te observa en complaciente silencio. Una joven –hija o nuera quizá– te ofrece nueces en un plato e insiste en que comas, pese a que te rehúsas (no quieres ser una molestia). Las nueces, de hecho, van bien con ese té amarillo, que llaman té de Hotán. Al poco rato, la señora sale con una mesita de madera, masa y agua. Se sienta cerca de ti y comienza a amasar y a estirar esas bolas de masa. Las tiras las pasa entre sus dedos y ves como toman forma de fideos delgados. La hija (o nuera) trae una olla llena de agua, en la que echan los fideos. Ella no te mira a los ojos; es alta y se cubre el cabello con un velo morado; su tez es hermosa y morena; sus ojos están marcadamente delineados; viste un suéter con algunas lentejuelas. Toda la escena en el cuarto ocurre como se viniera repitiendo desde siglos.

Ya llevas tres cuencos de té y quieres un cuarto. Los fideos se cuecen sobre el brasero. Te los sirven en un plato hondo. Sobre los fideos ponen un guisado de tomate, apio, papa, cilantro y trozos de carne de cordero, que saben como a mil y una noches. Te los acabas antes de que te ofrezcan la salsa picante hecha de chile seco en aceite. Sin preguntarte, te sirven más fideos hervidos en tu plato. Con palillos de acero, revuelves y sigues comiendo. El señor de la casa come a un lado de tí, y te acerca un rollo de papel de baño por si te ofrece limpiarte la casa, pues ve que eres medio torpe. La señora come en su mesita de madera, separada, y está lista para ofrecerte más de comer. Como ya estás lleno, dices voldi.

Llega Alí y te pregunta que si comiste bien. Dices que sí, medio avergonzado. Él pasa sus manos sobre sus mejillas y hace una oración de agradecimiento a Alá, por los alimentos. Te levantas y repites rajmed (‘gracias’) hasta que sales del cuarto.

La señora recoge los platos y se los pasa a la nuera (sí, aquella joven es cuñada de Alí) para que los lave en agua hirviendo. El señor saca un cojín del montón de cojines apilados en el fondo del cuarto y se acuesta para una siesta. De hecho, ese es el cuarto en el que duerme cada noche con su mujer. Sus camas son futones que desdoblan al anochecer y doblan al amanecer, con lo que marcan los mojones de la noche.

Alí te lleva al patio. En el patio hay una enredadera seca que en el verano dará uvas. Detrás, hay una higuera que promete higos verdes en unos meses. En el fondo, un corral hecho a mano guarda a dos borregos, el festín de la próxima fiesta. El único baño de la casa está en un cobertizo. Adentro hay un cuadrito hundido de loza blanca, y en su centro hay un pozo negro. De una manguerita sale un chorrito de agua que se pierde irremediablemente en lo oscuro del pozo.

Subes por una escalera de madera y te paras sobre la azotea.

En una esquina, hay un cobertizo que guarda palomas. Te sientas en un banquillo. Alí camina sobre un tubo que sale de la casa y dice que cuando era chico aprendió a caminar sobre la cuerda floja. Que le enseñaron trucos de circo en la escuela, dice. Levantas la vista y ves un laberinto de casas similares a tu alrededor. ¿Cuántas habrá en este barrio? ¿Unas sesenta? Los tejados tienen macetas, trozos de madera descartada, muebles viejos y animales –gansos, gallinas y perros–. Se escucha un bullicio que te suena a vida y movimiento.

Alí te dice que su familia ha vivido así, en este lugar, desde hace unos doscientos años, y que él espera hacer lo mismo con sus hijos, si Alá así lo permite. Tú estás ahí, en ese momento, y lo tratas de disfrutar ahora que lo tienes, ya que estás de paso.

Jorge A. Ríos escribe desde Urumqi. Su blog se encuentra en China Files y en Cambalú. Haz click acá si quieres saber más de este blog.


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