Cualquier artículo con la leyenda ‘Made in China’ fue por mucho tiempo considerado como algo de mala calidad o falso. En años recientes, la calidad de los productos chinos, desde confecciones textiles hasta tecnología, ha mejorado infinidades. Incluso las imitaciones se acercan tanto a los originales en aspecto y duración que confunden. Quien compra el producto sabe que no es original porque no lo adquirió en una tienda de la marca, pero el desprevenido que admira la compra sin conocer su procedencia puede tranquilamente pensar que es un original. Algo similar ocurre con la comida.
Casa China aparece en la versión impresa del directorio de páginas amarillas de Bogotá 2012, en donde figuran 51 restaurantes chinos y cuya edición del año anterior publicitaba 95. De esos 51, más de la mitad dicen ofrecer “auténtica comida china” u original, o la mejor o algo por el estilo. Sin embargo, y eso no le quita lo delicioso, hay que reconocer que ningún restaurante chino en la capital ofrece autenticidad. Casa China, ubicado en la calle 109 con carrera 15 y con otra sucursal en el centro comercial Ciprés Plaza, no es la excepción.
Sábado, 5:30 p.m.
“Dicen los que saben que esto tiene como 36 años”, apunta la mesera que me recibe en Casa China, uno de los restaurantes manejados por chinos con más tradición y más costosos de la ciudad. El establecimiento, también sede de banquetes y fiestas, es amplio. Tiene un gran salón general donde están las mesas para los comensales y una especie de sala de espera con muebles de cuero.
No es en lo más mínimo austero y eso se refleja en los precios de la carta: el arroz chino oscila entre 20.000 y 30.000 pesos, una porción de lumpias cuesta 12 mil. Con todo y los excesos, en últimas, el local es un altar al estereotipo que se tiene de China: el restaurante acoge a los clientes bajo un techo de madera en forma de pagoda (con las puntas hacia arriba), hay lámparas rojas de papel de arroz colgando, cuadros de paisajes chinos y biombos de madera tallada, todos comunes en casas, templos y restaurantes al otro lado del mundo. Aún así, la carta es una mezcla de cosas que parece, pero no es original. Hay desde cerdo agridulce hasta pega de arroz en salsa soya, pasando por wonton, chow mien y chop suey.
La mesera me dice que el restaurante es de chinos, uno que lo administra (Kevin) y otro que cocina (José). La cocina queda al lado derecho de la casona, y el comedor está al fondo, así que no es posible ver al chef. Así pudiera verlo, así constatara que es chino, sé por las varias veces en que he comido allí, que la sazón de los platos no es tan autóctona como la quieren hacer parecer. En vista de que ni Kevin ni José están ese día, prefiero ahorrarme la decepción de pedir un plato de 40.000 pesos que no se parecerá a los sabores que recuerdo. Como me instruyó la mesera, volveré un día de semana hacia las 12 del día.
Sábado, 2:00 pm
Es un día normal. Faltan dos semanas para que una protesta se convierta en un desastre que destruyó la estación de Transmilenio de la calle 72 con avenida Caracas. Pero eso no ha pasado y Wu Minjia, dueña, cocinera y cara del restaurante La Chinita, atiende, apacible, su pequeño local. Una puerta discreta lleva a un establecimiento sin grandes pretensiones, lo que se refleja en los precios (el arroz chino más económico es de $9.500 pesos y una lumpia cuesta $1.800). Seis mesas atiborradas comparten un espacio que no debe superar los 20 metros cuadrados con varias sillas y un puñado de palomas que entran y salen a su antojo del lugar.
En la entrada hay una vitrina con algunos alimentos como rollos primavera y ‘empanadas chinas’ (vaya uno a saber qué es eso). Al lado está la caja registradora y sobre ella hay algo parecido a un ábaco que la dueña maneja como si estuviera tocando un arpa para calcular el monto de las cuentas de cada cliente. Wu tiene una ayudante colombiana que le alivia un poco la carga laboral y le permite flexibilidad suficiente para ausentarse del negocio aunque sea unos minutos. Pero ella, por lo general, está ahí. Al fondo se ve la cocina, un cuarto oscuro que no parece muy limpio, pero donde Wu hace magia. Sobre la puerta de aquel cuarto mágico hay algo similar a una trenza de la abundancia, y al lado una estatuilla de una especie de deidad china.
Juan, mi acompañante en esta ocasión, y yo nos sentamos y pedimos lumpias. Debajo del vidrio de la mesa hay fotos de sitios turísticos en Beijing como el Palacio de Verano y la Pagoda Blanca. Otra mesa tiene una foto del exvicepresidente, Francisco Santos, con un chino que yo conozco. Es Jia Hang, el representante de la Federación Nacional de Cafeteros para Asia.
Juan y yo comemos y hablamos un buen rato mientras observamos a la señora Wu. Es multifacética. Ofrece los platos, le explica a los clientes, prepara los alimentos, saca las cuentas, opera la caja. Francamente no entiendo en qué consiste la colaboración de la colombiana; puede que resalte en hora pico, pero ahora las dos están tranquilas. El local es tan pequeño que Wu debe cortar las zanahorias en el comedor al lado de los clientes y cada vez que alguien entra, interrumpe su labor para atenderlo. Su español es bueno para sus necesidades; se desenvuelve en el entorno del restaurante, pero pronto nos damos cuenta de que resulta insuficiente si se tocan temas que salen de su cotidianidad. No hay más clientes aparte de Juan y yo, así que aprovechamos para conversar un poco.
Wu Minjia es oriunda de Hangzhou, provincia de Zhejiang, al oriente de China. Con 22 años en la capital colombiana en uno de los puntos más congestionados de la ciudad, Wu insiste en que está en Bogotá porque le parece tranquila, porque le recuerda al campo. Cuenta que vino por una oportunidad de intercambio cultural y laboral con una empresa taiwanesa. Llegó sola a un país tan distante, disímil y remoto como Colombia porque le pintaron una idea bonita. Más de un año después del intercambio se había acostumbrado a Bogotá, le parecía bella y, más importante aún, respiraba una calma que China nunca le había brindado, así que se quedó: “Cuando llegué, incluso veía pastar vacas. Era como estar en el campo”.
Wu aterrizó en una ciudad cuya pequeña comunidad china se dedicaba, más que todo, a la gastronomía, y ella se montó en la misma ola: “Al principio había muy pocas tiendas de productos chinos o negocios distintos a los restaurantes. Casi todos los chinos que van a otro sitio montan restaurantes porque es más fácil”. En 1992, La Chinita, que en 2012 debe cumplir unos 30 años, era propiedad de unos taiwaneses que habían rotado el negocio entre familiares. Wu esperó su turno, y desde hace catorce años es la propietaria.
Wu, quien hoy viste un delantal de cuadros azules y blancos, es una mujer sencilla. El chino de la foto, Jia Hang, es un alto ejecutivo que actualmente vive en Beijing, y es nada más y nada menos que su hijo. Sé que Jia Hang gana buen dinero y el que ella siga viviendo de ese diminuto restaurante me causa curiosidad. No se lo pregunto, pero lo que dice de su vida en Colombia y cómo lo dice, sin pelos en la lengua, da a entender que ella no tiene intención alguna de irse de allí y que realmente disfruta de lo que hace.
– ¿Cuándo fue la última vez que fue a China?- pregunto
– Hace nueve años.
– ¡Mucho tiempo! ¿Qué opina su familia de que usted esté acá?
– Mi mamá siempre me pregunta que cuándo voy a volver, que cuáles son mis planes. Pero yo no tengo planes de irme. Planear y meditar sobre las cosas es inútil. Ahora estoy contenta acá. Cuando me quiera ir, pues me voy. Pero no voy a perder tiempo haciendo un plan detallado y meticuloso que no resultará. ¿O acaso usted cumple al pie de la letra sus planes?
A Juan y a mí nos sorprende la libertad de espíritu de Wu, en el sentido de que no se encasilla en un plan de vida que hay que seguir al pie de la letra o que, de no ser así, equivale al fin del mundo. Sin embargo, otros opinan que lo que hizo fue anclarse en una zona de confort de la cual no se atreve a salir, que se queda allí por miedo a explorar otras opciones. Sea cual sea el razonamiento detrás de su estilo de vida, no es común.
Muchos de los chinos que conozco buscan una red de apoyo para sobrellevar la vida en un país extraño. La mayoría aprovecha cada oportunidad para volver a casa y visitar a su familia, amigos y retomar sus costumbres. Pero Wu parece estar tan a gusto que no solo no va a China hace nueve años, sino que dice no moverse de “aquí” mientras señala el piso de La Chinita, pues siempre está al frente del negocio.
– Debe tener muchos amigos chinos. Además con un restaurante deben venir chinos a comer, ¿no?
– Yo no tengo clientes chinos. Ustedes han estado allá. Ustedes saben que esto no es comida china. Las lumpias son de Hangzhou, pero esto es más parecido a un ‘almuerzo corriente’ que a una especialidad nuestra.
Esa declaración nos sorprende todavía más. Un restaurante llamado La Chinita donde la cocinera es china y vende comida china, pero cuya dueña, a diferencia de 26 de 51 restaurantes en el directorio, no se jacta de servir “auténtica comida china” porque sabe que no lo es. Supongo que no se lo dice a todos los clientes, quienes viven engañados y piensan, como quien ve a alguien con un cinturón Hermés, que se trata de originales cuando en realidad son simples imitaciones.
Sábado, 4:30 p.m.
Han pasado dos semanas desde que el caos se apoderó de la ciudad y unas protestas se convirtieron en uno de los peores ataques al Transmilenio de Bogotá. ¿Cómo le habrá ido a Minjia? ¿Cerraría el restaurante ese día? ¿Habrá perdido clientes a falta de la estratégica estación? ¿Sentirá miedo? ¿Será que ahora sí quiere irse de allí?
El local no ha cambiado en nada desde la primera vez que lo visité. Creí que en un sector que dejó 1.000 millones de pesos en pérdidas, al menos habría signos de que algo había pasado. Nada. Ella, también, como si nada. La señora Wu está cocinando. Como siempre, un delantal de cuadros protege su ropa del aceite y las manchas. Aprovecha el momento de poca afluencia de clientes para sentarse a comer lo que ha preparado: una taza de arroz y una taza de verduras hervidas. Empieza a contarme sobre lo que yo creía había sido un día fatídico para ella, pero no logro concentrarme en lo que me dice. Lo único en lo que puedo pensar es el hecho de que no usa palitos chinos para comer. Tanto tiempo llevará acá que le es natural comer comida china con tenedor y cuchillo.
– Doña Wu, ¿cómo le fue el día de las protestas de Transmilenio?
– Bien. Fue un día cualquiera.
– ¿No tuvo que cerrar? ¿No dañaron su local?
– Pues yo sentí mucho ruido y mucha conmoción. Cuando vi lo que pasaba cerré la puerta rápido, y cuando sentí calma la volví a abrir. ¿Qué? ¿Eso fue todo? No es que hubiera querido que atacaran y arruinaran su negocio, pero la tranquilidad con la que se refiere a ese día raya en el cinismo. – ¿Y cuando volvió a abrir vinieron más clientes? – No, claro que no. Ese día cerré temprano. – ¿Se asustó? ¿Había vivido algo así antes? – No me pareció terrible. He experimentado cosas peores. Es que yo viví la Revolución Cultural.
Bueno, eso lo explica todo. Si comparamos la protesta de unas cuantas horas en la que destruyeron una estación que a los pocos días ya estaba restaurada y funcionando con una revolución de diez años que cobró millones de muertos, es comprensible que lo vivido en Bogotá el 9 de marzo de 2012 le hubiera parecido un juego de niños. Y yo que creía que después de eso iba a salir despavorida. Cuán equivocada estaba. Al día siguiente todo fue normal: doña Wu abrió, cocinó, alimentó, cobró y cerró como cualquier otro sábado.
Jueves, 12:30 a.m.
Es temprano todavía. El restaurante no lleva ni una hora abierto y aún no hay clientes. Pregunto por Kevin, pero dicen las meseras que él salió de vacaciones y vuelve el lunes. Que si quiero puedo tratar de hablar con José, pero que él es bravo y no creen que me colabore.
– Disculpe, señor, ¿está muy ocupado o podría ayudarme respondiendo unas preguntas?
– ¡Ah, usted habla mandarín! Siga, vamos a la sala. ¿Quiere un tinto?
– Eh, no, mil gr… – ¡Un tinto para la niña!
José, cuyo nombre real es Xiao Ming, se sienta en un sillón de cuero y prende el televisor en uno de los canales nacionales que, en ese momento, transmite las noticias del medio día. Dice entender, pero yo lo dudo mucho porque él no sabe decir muchas cosas: “Lo básico: tocaya, comida, saludo.” Ninguna de esas tres palabras me parece ni básica ni útil y me sorprende que en más de 20 años no haya aprendido más español que ese, sobre todo teniendo en cuenta que Wu Minjia por lo menos domina los temas relacionados con el restaurante. Él dice que no le queda tiempo para aprender en una escuela formal, así que lo que sabe lo aprendió más o menos a la fuerza. Tal vez, el hecho de trabajar con otro chino que habla español perfectamente hace que José se recueste en él para muchas situaciones en las que tendría que usar castellano.
Aunque se diferencian en el manejo del idioma, casualmente, el cocinero de Casa China y la dueña de La Chinita tienen mucho en común. Desde cosas coincidenciales como que sus restaurantes, en algún momento, han sido manejados por taiwaneses, hasta aspectos pequeños como que ambos usan delantal. Esto último, sin embargo, es una minucia. Después de todo los dos son cocineros y es apenas normal que su atuendo de trabajo sea parecido. De esos aspectos en los que se asemejan, el que más me llama la atención es que, según José, los dos cocineros están ayudando a combatir el desempleo en Colombia.
– Nosotros [Casa China] empleamos a 20 personas. 14 son puestos fijos y tenemos otros extras a necesidad. – dice él.
– ¿En serio? – Pregunto incrédula pues la conclusión me parece un poco forzada.
– ¡Claro! Entre multinacionales, restaurantes, almacenes, todos ayudamos a la economía de este país. Incluso la de La Chinita. Ella emplea a dos colombianos; nosotros a 20. ¡Imagínese todo lo que hacemos!
Él insiste en que es el dato más importante de todos, pero hay muchas otras similitudes entre Wu y Xiao que cabe resaltar. Lo realmente impactante es que, a pesar de compartir tantas cosas, obtuvieron resultados muy distintos.
Como ella, José también es de Hangzhou y llegó a Colombia en 1991. Vino porque el gobierno lo envió para que abriera un restaurante que mantuvo durante un tiempo. Luego de desvincularse de ese negocio empezó a trabajar en Casa China con Kevin, a quien conoció antes de tener una relación laboral porque es amigo de la prima del administrador, y ya lleva 17 años allí. No obstante, el modelo de sus respectivos negocios es prácticamente opuesto. Si bien ambos tienen restaurantes, doña Wu no busca convertirlo en una cadena, como sí es Casa China; no busca notoriedad, como, conscientemente o no, sí la busca Casa China que recibe a los visitantes con dos enormes leones de mármol a la entrada del restaurante; no pareciera tener grandes ambiciones económicas, pues lo más barato del menú cuesta 1.400 pesos, a diferencia de Casa China cuyas entradas no bajan de 12.000. Como dice el dicho ‘no es el qué sino el cómo’. Wu y Xiao hacen lo mismo, pero cómo lo hacen resulta en dos cosas muy diferentes.
Como ella, quien está casada con uno de sus compatriotas, José también contrajo nupcias con una coterránea suya. Los cocineros de ambos restaurantes tienen cada uno un hijo y, casualmente, ninguno de esos hijos vive en la capital colombiana. El descendiente de Wu vive en China, pero eso no significa que ella viaje constantemente a verlo, y José tampoco va hasta el gigante asiático a ver al suyo. No es necesario, el hijo del cocinero de Casa China se casó con una colombiana y vive en Medellín.
Como ella, José tampoco va a China desde hace nueve años. Él cree que no tiene sentido emprender un viaje tan largo y costoso si su familia está acá. Su esposa vive con él y su hijo, está a una hora de distancia en avión. Si bien la madre de José aún está en China, él dice: “Mis hermanos están allá así que ella no está sola. No hay problema”. Así, no hay una urgencia vital por ir constantemente a la tierra que lo vio crecer. Sin embargo, a diferencia de Wu quien no tiene planes para volver a China, Xiao Ming es enfático en decir que, eventualmente, quiere devolverse a su ciudad natal: “Tan pronto salga la pensión nos devolvemos”. Pero su arraigada convicción de querer retornar a sus orígenes y envejecer en su provincia no implica que no se sienta a gusto con el país en el que ahora vive.
Como a ella, a José también le gusta mucho Colombia. Afirma complacido que la seguridad, tema espinoso para muchos extranjeros que vienen al país, no le parece un problema ahora, sobre todo después de que el ex presidente Álvaro Uribe Vélez se posesionó en 2002: “Desde Uribe la seguridad mejoró mucho. Antes nos robaban seguido, ya no”. Entre Colombia, Ecuador y Venezuela, países que ha visitado, dice: “Colombia zui hao”, la mejor. Creo, sin embargo, que lo dice porque yo soy colombiana y la crítica abierta no es bien vista. Aun así, algo debe haberle gustado, pues no creo que haya estado 17 años en un país que no tolera. Ahora, a diferencia de la dueña de La Chinita quien dice no moverse nunca de su local, José ha tenido el placer de recorrer el país. Ha estado en Barranquilla, Cartagena, Cali y Medellín, entre otras ciudades. Su favorita es la capital antioqueña: “El clima es maravilloso. No es ni frío ni caliente. Medellín definitivamente es mi preferida”. Su efusividad con Medellín, una ciudad bella, amable y hospitalaria, es un poco desproporcionada si solo la prefiere por su amena temperatura. Tal vez ayuda el hecho de que allá no solo viven su hijo y su nuera, sino que también está su nieta de cinco años quien lo emboba cada vez que la ve.
Como ella, José también tiene un día libre a la semana. Ese día se dedica a descansar: ve televisión, sale a caminar, pasa tiempo con su esposa. Nada extraordinario. No dice reunirse con amigos, así que le pregunto a José si tiene amigos colombianos. Frunce el ceño, vacila, se incomoda y no dice nada. “¿O tiene más amigos chinos que colombianos?”, le pregunto para tratar de romper el hielo que se ha impuesto ahora. “Sí, sí. Así es. Colombianos, no tantos”. Creo que eso quiere decir que no tiene ninguno. Recuerdo que Minjia dijo que ella no tenía amigos chinos en Bogotá porque su comida no es china. ¿Le pasará lo mismo a Xiao Ming? ¿Será que tampoco lo visitan compatriotas suyos?
Como ella, José reconoce que la comida del menú no es auténtica, ni siquiera es parecida: “a los colombianos no les gustan nuestros sabores originales. Toca modificarlos, cambiar las recetas, ofrecer otras cosas.” Una de las meseras de Casa China me había comentado que hay muchos chinos que frecuentan el restaurante y no puedo evitar preguntarme ¿por qué sí atienden al establecimiento de la calle 109 y no al de la Avenida Caracas si ninguno les va a recordar a la comida de su tierra? Diferente a Wu, “si vienen chinos, pues cambiamos. A ellos sí les damos lo que es”, dice el cocinero sin tapujos. Claro, a los conocedores les dan originales o por lo menos imitaciones clase A, mientras que el resto tenemos que conformarnos con réplicas clase C. Pero ahora él sabe que yo también conozco, que yo también sé que lo que Casa China me brinda no es lo que encontraría en un restaurante de su Hanzhou o de cualquier otra ciudad china. Por ello me promete: “La próxima vez que venga me avisa y le tengo cosas de verdad”. Idéntico a un mercado chino.
*Natalia Marriaga Martínez es periodista colombiana, graduada de la Pontificia Universidad Javeriana en Bogotá, Colombia. Esta crónica hace parte del especial "Crónicas de chinos en Colombia", escritas como parte de su tesis de grado.
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– Todos los caminos conducen a China