Crónicas de chinos en Colombia: “Esperando al señor Chang”

In by Andrea Pira

La comunidad china en América Latina cada vez se hace más presente y se apropia de unos espacios característicos que cambian de país a país. Colombia, quizá uno de los países latinoamericanos con más estrictas regulaciones de inmigración, ha visto una colonia china muy diferente a la de otros países. Así lo cuenta Natalia Marriaga Martínez, periodista, quien como tesis de grado se propuso investigar las oleadas migratorias chinas a Colombia y plasmar algunas de las historias de los chinos residentes en Colombia en una serie de crónicas. China Files publicará una semanalmente, iniciando hoy con “Esperando al señor Chang”.

Esperando al señor Chang

ESTRAGON. – Ya tendría que estar aquí.
VLADIMIRO. – No aseguró que vendría.
ESTRAGON. – ¿Y si no viene?
VLADIMIRO. – Volveremos mañana.
ESTRAGON. – Y después pasado mañana.
VLADIMIRO. – Tal vez.
ESTRAGON. – Y así sucesivamente.
VLADIMIRO. – Es decir…
ESTRAGON. – Hasta que venga

(Beckett, Samuel; Esperando a Godot, p. 30)

El Centro Comercial Galerías, ubicado en la calle 53 con carrera 25, cumple 25 años. Está remodelando algunas zonas y se prepara para vestirse de gala y celebrar con bombos y platillos. La idea es que Galerías sea un sitio popular entre los bogotanos y que esté lleno de compradores siempre, no solo en esta celebración de cuarto de siglo. Por ello, este centro comercial de Teusaquillo, con sus dos pisos que albergan más de 160 locales, brinda a sus consumidores la posibilidad de elegir accesorios, ropa, calzado, gastronomía, salas de cine, agencias de viajes, bancos, sex shops y salas de belleza. Incluso cuenta con diez locales dedicados a la venta de mercancía china, traída de China y vendida por chinos.

Si esos diez locales chinos se miran más de cerca, se ve que la mercancía sí es china, sí es traída de China, pero no necesariamente es vendida por chinos. Los chinos sí son la cara del negocio y, aunque no en todos los locales, es posible encontrar a un chino supervisando las ventas y a veces interactuando con los clientes. No obstante, conseguir que los chinos dueños de locales hablen con el público no es tarea fácil. La mayoría de los que tienen locales contratan a personal colombiano para que interactúe con los compradores y ese personal suele ser sobreprotector con sus jefes, así que acceder al núcleo del negocio es, como mínimo, tedioso, por lo que no queda más remedio que insistir y esperar.

En esta ocasión, igual que en la anterior, espero al señor Chang.

***


Es agosto 27 de 2011 y es una de las múltiples ocasiones en que visito a los chinos de Galerías y espero al señor Chang. Por ser sábado están ajetreados; los clientes vienen y van; los pasillos atiborrados de transeúntes hacen que las personas ingresen a los almacenes, tal vez sin interés en los productos que el sitio ofrece, pero por lo menos para descongestionar el paso. Así es como termino en Fu, el local 2-065, que, por supuesto, atiende la señora Fu.

La señora Fu llegó a Colombia en el 2002 (hace relativamente poco, si se compara con otros chinos que se dedican a lo mismo en la ciudad) y afirma que le gusta mucho Bogotá, pero que detesta la inseguridad. Su español es maravilloso, no solo porque su conjugación es adecuada (aspecto del castellano que los chinos hallan bastante complicado, ya que el chino no tiene tiempo verbales), porque la composición de sus frases es correcta, y porque su pronunciación es sorprendentemente acertada, sino porque la cantidad de colombianismos que usa refleja que ha compartido una cantidad considerable de tiempo con colombianos. Ella es, entre los chinos de Galerías, una de las pocas nacionales del gigante asiático que puede sostener una conversación fluida, utilizar palabras y expresiones propias de los bogotanos y hasta bromear. Más sorprendente aún es que, como lo indica Fu, ella no recibió cursos para aprender el idioma, sino que de tanto hablar con la gente, terminó desarrollando un castellano casi autóctono.

Fu tiene una hija pequeña, de tres años. El padre de la niña también es chino, pero ella nació en Colombia. Su madre le habla mandarín y la niña también habla mandarín, pero aprende español en el jardín infantil. En mis varias visitas a Galerías me he encontrado con la pequeña Fu, y es evidente que la madre la lleva a menudo, pues, a sus escasos tres años, va y viene sin problema; merodea por los locales de los vecinos que, ya familiarizados con ella, juegan con la niña, le hablan, la consienten; se queda en el local de la madre mientras ésta sale un rato; se siente como pez en el agua.

La pequeña Fu tiene una cara adorable, pero se comporta como un pequeño demonio. En nuestro primer encuentro me pegó en repetidas ocasiones mientras en mandarín le decía a su madre: “Ma, ella es diferente, es mala”. La madre, a sabiendas de que yo hablaba mandarín, apenada, o tal vez consternada por la posible falla de la compra que iba a hacerle ahora que su hija me insultaba, le decía: “No digas eso”. Con todo y eso, en ese primer encuentro, hice una pequeña compra en el local de Fu.

***



VLADIMIRO. – ¿Quiere usted deshacerse de él?
POZZO. – En efecto

(Beckett, Samuel; Esperando a Godot, p. 59)

También en ese primer encuentro, Fu, amable pero resistente a hablar conmigo, me preguntó que si yo era estudiante de la Javeriana, ¿por qué no hablaba con Guiling, profesora de mandarín en la universidad desde hace cuatro años, en vez de con ella? Y después de muchas explicaciones, bajó la guardia y terminó contándome algunas cosas de su vida y su estadía en Colombia.

Precisamente porque la señora Fu y yo tenemos una breve historia, y ella me recuerda (pues no hay muchos visitantes en Galerías que se acerquen a su almacén y hablen mandarín), me sorprende su reticencia el sábado 27 de agosto. Dice recordarme, pero al preguntarle si tiene tiempo de responderme algunas preguntas me dice: “Yo ahora no puedo. Voy a hacer inventario”.

Aunque siempre sonriente, Fu no disimula muy bien (ningún dueño de un negocio se pone a hacer el inventario del almacén un sábado, que es el día de la semana con mayor volumen de ventas). Le pregunto que cuando tendría tiempo y me dice: “En unos tres meses”. Es evidente, no solo con sus palabras, sino con su actitud y su mirada, que Fu no quiere hablar conmigo hoy ni nunca. Aún así, trato de insistirle: le digo que no me demoraría, que puedo pasar cuando ella quiera, que tal vez un día entre semana sea más conveniente. Ella se mantiene firme y dice que ahora no hay tiempo. En un intento desesperado por mantener su atención le pregunto por el Señor Chang, dueño de los locales 2-052 y 2-074, ella dice no saber de él y, viendo una oportunidad para escapar a mis preguntas, añade que más bien hable con él.

Decepcionada por la actitud de Fu, me pregunto qué habré hecho mal. ¿Será que no fui lo suficientemente amable con su hija, o no explicité lo tierna que era? ¿No le hice los debidos cumplidos a su local? ¿Habré olvidado mencionar a Guiling, quien es nuestra conocida en común, lo cual siempre ayuda? No. Todo lo anterior lo hice. ¿Qué falló?

¡Ah! Es cierto: esta vez no compré nada, así que ella no tiene ningún tipo de sentido de retribución hacia mí en este momento. Tal vez sí es mejor idea que hable con el Señor Chang, pues mi madre le ha hecho compras generosas y en alguna ocasión ayudé a su hija a ponerse en contacto con la cónsul de la embajada de Colombia en Beijing. Puede ser hora de cobrar esa deuda. Así que espero, como lo he hecho otras veces, a que él llegue.

Salgo de Fu para ir donde Chang, pero me doy cuenta de que no tengo el teléfono de ella. Al entrar nuevamente a su local, Fu está de espaldas atendiendo a alguien. Su largo pelo negro cae en ondas sobre su camisa y me hace pensar que, por supuesto, eso no es natural, pero quién soy yo para juzgar, mi pelo muy crespo de morena, ese día está liso. Le pido a una de sus ayudantes colombianas una tarjeta del local, ella me dice que espere un momento y que ya me la consigue. Mientras va por la tarjeta, Fu se voltea y parece exasperada con mi presencia. Sabe que hoy no le voy a comprar y pareciera decir “lo que no sirve que no estorbe”. Con los ojos le pide explicaciones a su ayudante, quien indica que me va a dar una tarjeta. Fu interviene y dice: “Se me acabaron. Me las dan el lunes”. Le pido, entonces, el teléfono del local, alegando que así me ahorro un viaje por una tarjeta. Incómoda, vacila unos instantes y finalmente dice: “212…”.

***

VLADIMIRO. – Podemos esperar.
ESTRAGON. – Ya sabemos a qué atenernos.
VLADIMIRO. – Basta de inquietudes.
ESTRAGON. – Sólo hay que esperar.
VLADIMIRO. – Estamos acostumbrados

(Beckett, Samuel; Esperando a Godot, p.69)

Me voy al local 2-062. Empiezo a hablar con la ayudante colombiana y en medio de mi explicación noto que la china dueña del local también está allí. Ella se ve amable, un poco cansada. A lo lejos la ayudante grita: “Doña Lina…” y muy dentro de mi pienso: “Gracias”, y así cuando llego puedo decirle a la dueña: “Buenas tardes. Disculpe la molestia, ¿es usted Lina?”.

Doña Lina, quien ya había oído parte de la explicación que yo le había dado a su ayudante tenía cara de espanto mientras me dirigía a ella. Igual que Fu, se notaba que estaba pensando en la manera de evadirme. Sin embargo, cuando empiezo a hablar en mandarín, se relaja.

Le pido un poco de su tiempo, le explico lo que estoy haciendo y lo que necesito. Ahora, a diferencia de Fu, no es cortante, no me cierra las puertas de inmediato y, aunque deja muy claro que en ese momento no me puede ayudar, se queda hablando conmigo un rato. Posiblemente la entretiene mi mandarín; muchos chinos se divierten con el acento y las expresiones que usan los extranjeros cuando hablan su idioma.

Con habilidad, doña Lina hace un cambio de roles y termina entrevistándome a mí. Me pregunta por qué hablo chino, cuánto tiempo estuve en China, dónde vivía, qué ciudad me gustó más, si quiero volver, etc. En medio de nuestra conversación me da excusas por no poder dedicarme más tiempo, pero, explica, que acaba de regresar (no entiendo de donde), que está un poco cansada, y que son las cuatro de la tarde y no ha almorzado (cosa muy inusual en un chino, tan inusual que no ha de ser cierta). Entiendo que no podremos hacer una investigación amplia y suficiente hoy, tal vez ella no me conceda tiempo jamás, pero parece dejar una puerta abierta para el diálogo.

Me da una tarjeta con su número telefónico y me pide que la llame el siguiente mes y que en ese momento podríamos hablar más profundamente. Para extender mi tiempo con ella y sacar un poco más de información, le pregunto si conoce un profesor de mandarín, pues en Colombia es muy difícil practicar y temo que se me olvide. Ella, como buena china, es aduladora, pero no necesariamente sincera en su respuesta y dice: “No lo necesitas, tú ya hablas bien”. Añade que solo conoce profesores de pronunciación y que yo no debo estar interesada. Tiene razón.

Me despide con amabilidad e insiste en que la llame, y yo sigo esperando al señor Chang.

***

ESTRAGON. – Vayámonos.
VLADIMIRO. – No podemos.
ESTRAGON. – ¿Por qué?
VLADIMIRO. – Estamos esperando a Godot.
ESTRAGON. – Es verdad. ¿Qué hacer?

(Beckett, Samuel; Esperando a Godot, p.140)

Ha pasado por lo menos una hora desde mi última interacción con Fu. Ella, por supuesto, no ha hecho inventario. Igual que su hija, ha ido y ha venido; ha merodeado por los locales de los vecinos que, ya familiarizados con ella, se encargan de echarle un ojo a la pequeña Fu; le hablan, la saludan.

Hablando de la pequeña Fu, ella está sentada en la vitrina del local contiguo al de su madre, una juguetería. El encargado, un colombiano, está parado frente a ella mientras le habla. Se estira los ojos para parecer chino y le dice que es un dragón. La pequeña Fu lo mira perpleja, como si no le entendiera o más bien como si no entendiera el por qué de sus acciones. Similar a la expresión de los colombianos cuando, al interactuar con extranjeros, éstos se enteran de que somos colombianos y se pasan la mano por la nariz como pidiendo cocaína. ¿Por qué?

Después de unos minutos jugando con la niña y pretendiendo ser chino, el encargado de la juguetería sale y va al local de enfrente. Desde allí ve a la pequeña Fu y se entretiene hablando con quien atiende el local. En esas, llega la Señora Fu y ve a su hija echada sobre la vitrina de la juguetería. Sorprendida, abre los ojos tanto que parece occidental. Le empieza a gritar en español desde el otro lado de la ventana y le dice: “¡Vienes ya! ¡Llamo a la policía!” El policía al que se refiere es, en realidad, un guardia de seguridad del centro comercial, lo cual le quita el ímpetu a la amenaza. Sin embargo, la pequeña, quien no debe distinguir entre el guardia y un policía, deberá creerse el cuento.

Tal vez a Fu le sucede lo mismo que al pastorcito mentiroso, y de tanto amenazar a su hija, ésta ya no le cree. Así pues, en vez de atender el llamado de su madre y mostrar el respeto y la obediencia** tan característica de los chinos, la niña la mira sin inmutarse, casi desafiante. Desde el local de enfrente, calma a la señora Fu diciendo entre risas: “Tranquila que me está cuidando el local”. Pero Fu responde: “Ah, no que pena”, y entra a la juguetería a sacar a su hija.**

***

ESTRAGON. – Entretanto, no pasa nada.
POZZO. – ¿Se aburre?
ESTRAGON. – Más bien

(Beckett, Samuel; Esperando a Godot, p.70)

Durante todo el tiempo que he pasado observando, he estado esperando al señor Chang, a quien conozco de visitas anteriores y quien ha sido el menos reticente a hablar de su vida.

Huang Guo Chang se hace llamar Juanito y llegó a Colombia en 1985. Llegó porque el gobierno chino lo envió en un programa de culinaria que consistía en trabajar en un restaurante durante tres años. Finalizado ese período, Juanito se terminó quedando porque tenía un negocio acá. Se casó con una de sus compatriotas a quien conoció en su país natal y ambos se vinieron a vivir a Bogotá. Tuvieron dos hijos: un chico que actualmente estudia ingeniería en Bogotá y una chica que en este momento estudia en China. Los envidio, pues en vista de que les inculcaron el idioma de los padres desde pequeños, los dos hablan un chino impecable.

Juanito dice que vivir en Colombia tiene sus ventajas y sus desventajas. Por un lado, la mercancía se consigue económica en China y se puede vender acá a buen precio, lo que le deja un margen generoso. Por el otro, como a Fu, la inseguridad lo trastorna.

Por su parte, a su esposa no le gusta Colombia, y, tanto ella como él, se ven regresando a su provincia y envejeciendo allá, una vez se pensione. ¿Cuándo será eso? Según él: “Cuando se gradúen mis hijos, habré terminado”. No obstante quiere volver a China, afirma que en este momento se siente más atado a Colombia que a su tierra pues sus contactos están acá. Considerando que en china las personas no necesariamente se miden por sus méritos y capacidades, sino por las relaciones que sostienen, de devolverse hoy a su país, Huang Guo Chang no tendría con quien contar; no tendría buenas conexiones, su red social no está hilada.

Voy por tercera vez al local 2-052 y, por tercera vez tengo el mismo diálogo con la ayudante, una colombiana que me ha atendido en múltiples ocasiones en que he usado el comprar cosas en el almacén como excusa para ver a Juanito, e igual me he quedado esperando:

– ¿Está el Señor Chang?
– No. No ha llegado.
– ¿Más o menos a qué horas llega?
– No sabría decirle.
– ¿Pero, él sí viene hoy?
– Se supone, pero no sabría decirle.

 


***

ESTRAGON. – Ya sabía que era él.
VLADIMIRO. – ¿Quién?
ESTRAGON. – Godot.
VLADIMIRO. – Pero si no es Godot.
ESTRAGON. – ¡Qué no es Godot!
VLADIMIRO. – No es Godot
ESTRAGON. – ¿Y entonces quién es?

(Beckett, Samuel; Esperando a Godot, p. 130)

Mientras espero al Señor Chang, voy al local 2-086. Está lleno de clientes. Entre la multitud veo a la china dueña del local: una señora de gafas, vestida de negro, de aspecto sencillo. Nunca en mis múltiples visitas anteriores la había visto. Por lo menos con los clientes se relaciona con naturalidad. Sonríe, habla, le piden mercancía, la pasa, todo parece fluir. No puedo oírla, pero, dada la interacción que está teniendo con quienes visitan su local, y el hecho de que parece decirles muchas cosas, pienso que su español ha de ser bueno.

No quiero interrumpirla mientras sus clientes están ahí, pero tampoco logro conseguirla sola. Hay dos clientes que han estado en su local todo el tiempo que he estado observando. Se prueban un sombrero, lo dejan, se prueban otro, vuelven a probarse el primero. La china sonríe, acata todas las peticiones de las señoras y parece complacida con la indecisión de sus potenciales compradoras. Entran otras personas, preguntan por mercancía, salen y se van. Las señoras de los sombreros siguen ahí. Entra una pareja joven: ella parece local, él, en cambio, parece extranjero, estadounidense, tal vez. Preguntan por algo. La china sonríe, les dice algo. Ellos meditan al respecto, dicen algo y salen. Las señoras de los sombreros siguen ahí. Vuelve la pareja, pregunta algo más, salen. Las señoras de los sombreros siguen ahí. La china atiende a todo el que llega sola, pareciera no tener asistente. Entran otras dos mujeres, buscan, miran, no le dicen nada a la china. Se quedan hablando entre ellas, aunque pareciera que su conversación no tuviera nada que ver con el almacén. La china las interrumpe. Ellas sonríen, dicen algo, se van. Las señoras de los sombreros siguen ahí.

Después de unos seis clientes que entraron, vieron y compraron, las señoras de los sombreros, sin haber comprado artículo alguno, se van y por fin está ella sola.

Me acerco y saludo. Ella sonríe y saluda. Después de haberla visto hablar, en apariencia, de manera tan fluida, es sorprendente oír su pesado acento y su inseguridad al expresarse. En vez de darle rodeos al asunto, como en otra ocasión hice con la Señora Hua, dueña del local 2-057, quien resultó molesta porque mi intención en realidad no era comprarle, fui directo al grano.

Ella, sin embargo, no es receptiva. Su sonrisa se desdibuja rápidamente y me dice que no me puede ayudar: “No, no. Yo poquito español”. Le hablo en mandarín y me responde en español que no le gusta, que no me puede ayudar.

Me recuerda a la señora Hua (su nombre completo es Luo Zhouhua), quien era hostil incluso con los clientes. El domingo 20 de marzo visité a la señora Hua mientras hacía amuletos para la prosperidad. No saludaba siquiera a los clientes y parecía molesta por tener que estar allí atendiéndolos. Su español era muy pobre y manejaba el regateo, como en China, a punta de calculadora. En esa ocasión, una clienta quería comprar una blusa y no se decidía. Hua, con actitud de exasperación y un poco de agresividad le decía: “Pues las dos. Lleve dos. Dos bonitas”.

Cuando hablé con ella, pregunté por té verde, por un amuleto de los que ella hacía, le hablé en mandarín y fue un poco menos agresiva, pero en absoluto amable. Cuando, con toda la naturalidad de la que fui capaz, le pregunté por su vida en Colombia, nuevamente puso la barrera y me preguntó: “¿Va a comprar?”.

Varios meses después, con varias visitas infructuosas en medio, llego el 27 de agosto a preguntar por ella. No está, solo su ayudante colombiana que me conoce (pero no me reconoce) de otras veces que he ido. Le pido una tarjeta del local y me dice que ellos no tienen tarjetas. Me pregunto cómo pueden hacer negocios sin tarjetas, pero me ahorro el comentario. La ayudante explica que ellos no hablan mucho español y no les gusta tratar con la gente. Que si tengo inquietudes, que para eso están ellas, las colombianas. Que a ellos no les gusta que los molesten. La actitud de la señora Hua durante todo este tiempo adquiere, mucho más sentido. A ella no le interesa relacionarse a menos de que sea para lo estrictamente necesario, le gusta su barrera y, en todos sus años acá, no ha tenido la más mínima intención de derribarla. A eso se le añade que su ayudante, con toda la lealtad del caso, hace todo lo posible para proteger esa barrera de invasiones externas. La señora Hua no tiene de qué preocuparse: su entorno se asegura de que está resguardada.
 


***

Huang Guo Chang no llega todavía. Ya está cayendo la noche, por lo que temo que no va a venir hoy, como no vino la última vez que lo esperé, ni la vez anterior a esa. Amanecerá y veremos. Tal vez mañana sí venga, o la próxima semana. De las cuatro veces que lo he esperado, solo lo encontré la primera, cuando me habló brevemente de su vida gracias a una compra que le hice. ¿Habrá sido un golpe de suerte? En conversaciones telefónicas con él, indicó que vendría, así que seguiré esperando, como Estragon y Vladimiro en Esperando a Godot, en una situación que no avanza ni se resuelve, con la esperanza de que llegue.

* 孝顺 xiào shùn: concepto que se refiere a la obediencia y la devoción que, específicamente, los hijos muestran hacia sus padres

* Natalia Marriaga Martínez es periodista colombiana, graduada de la Pontificia Universidad Javeriana en Bogotá, Colombia

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